Originalmente, cuando la recepcionista llamó a los guardias de seguridad, Marisa pensaba irse por su cuenta. Podía esperar afuera, tampoco era para tanto.
Pero la recepcionista insistió en que los guardias la sacaran a la fuerza. Nunca antes había pasado tanta vergüenza.
Al escuchar cómo la asistente de Rubén se refería a la mujer frente a ellos, los dos guardias que sujetaban a Marisa se pusieron tensos de inmediato.
Ya valió.
—Señorita, nosotros no conocíamos a la señora Olmo, solo seguimos las órdenes de la recepcionista, quien dijo que esta mujer venía a causar problemas... Nosotros solo cumplimos con las reglas…
La asistente, con el ceño fruncido y visiblemente molesta, los miró de reojo, tomó aire y soltó:
—No tienen que explicarme nada a mí. Mejor háblenlo con el señor Olmo.
En cuanto terminó de hablar, la asistente se giró hacia Marisa, le dio un leve asentimiento y señaló el camino con la mano.
—Señora Olmo, por aquí, por favor.
Marisa se frotó los brazos, adoloridos tras haber sido sujetada. Esos dos guardias, tan altos y corpulentos, sí que sabían agarrar; en cuestión de segundos ya tenía los brazos adoloridos y seguro le habían dejado marcas rojas.
Sin decir más, siguió a la asistente rumbo al elevador privado de Rubén. Mientras caminaban, la asistente fue explicando:
—El elevador privado del señor Olmo está al fondo. Generalmente, cuando termina de trabajar, toma este elevador directo a su estacionamiento privado. Por lo regular, nunca usa el pasillo de los empleados.
Mientras escuchaba la explicación, Marisa se imaginó a Rubén al final de su jornada, entrando en ese ascensor enorme y luminoso, dirigiéndose a su propio estacionamiento, subiendo al carro y manejando hacia la casa de la familia Olmo.
A veces pedía que el chofer lo llevara, otras veces manejaba él mismo. Y en ese trayecto del Edificio Olmo hacia la casa de la familia, ¿en qué pensaría si no estaba ocupado con trabajo?
Se perdió en esos pensamientos hasta que el elevador soltó un —ding— y se abrió.

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