Rubén se levantó, dejando claro que no tenía la menor intención de seguirle la conversación a Cristian, y se encaminó hacia el librero.
Todo el estante estaba repleto de libros de medicina. Rubén escogió al azar uno en inglés y se sumergió en la lectura, tan concentrado que parecía disfrutarlo de verdad.
Pasados unos quince minutos, el asistente de Cristian llegó con la comida japonesa.
Los platillos se veían espectaculares, tan frescos y coloridos que abrían el apetito apenas con mirarlos.
Cristian, aprovechando la oportunidad, hizo todo el ruido posible con los platos y los cubiertos.
—Ya son las doce, señor Olmo, ¿por qué no viene a probar un poco al menos?
Rubén ni siquiera lo volteó a ver.
—Estoy leyendo, no pienso comer.
—¿Leyendo? Ese libro de medicina en inglés… ni yo le entiendo y mira que me considero bueno, ¿tú sí le entiendes?
Rubén entonces levantó la mirada con toda la calma del mundo, entrecerrando los ojos para ver de arriba abajo a Cristian, que justo en ese momento se deleitaba con una rebanada de salmón bañada en wasabi.
—¿Si ni siquiera eso entiendes, cómo es que eres doctor? Empiezo a dudar de tus habilidades, ¿seguro que no compraste el título de jefe de cirugía cardiaca?
Cristian sintió que se le atascaba el wasabi en la garganta, pero no era por el picor, sino por las palabras de Rubén.
—¿Yo? ¿Comprar mi título? Eso sí que es pasarse, ¿no? Bien sabes que me costó ocho años de carrera, casi ni salgo—. Se le escapó el reclamo, queriendo decir que le había costado trabajo de verdad.
Pero a oídos de Rubén, la historia sonaba diferente.
Frunció el ceño.
—Si tardaste ocho años, entonces eres del montón. Eso solo confirma que tu fama de jefe en cirugía es pura pantalla. Si yo estuviera en tu lugar, ni de broma lo andaría contando.
Cristian ya ni ganas tenía de comer. Dejó los cubiertos sobre la mesa con fuerza.
Rubén arqueó una ceja y soltó una sonrisa traviesa.

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