El viento de principios de invierno soplaba con una fuerza que calaba los huesos.
Marisa apenas había ajustado la bufanda alrededor de su cuello cuando escuchó un ruido extraño detrás de ella, como pasos apresurados sobre las hojas secas.
Al principio pensó que era Fabiana y su grupo, lista para saludar, pero al darse la vuelta, lo que vio la dejó helada: una cara pálida, envejecida y marcada por el resentimiento.
Ese rostro, arrugado y sin vida, rebosaba hostilidad y desprecio.
Su primer instinto fue el miedo; retrocedió varios pasos sin pensarlo. Solo entonces reconoció a la persona frente a ella.
Era Penélope Loredo, quien en otros tiempos había sido imponente y admirada en Clarosol.
Ahora, de aquel esplendor y poder no quedaba nada.
Penélope lucía exhausta, su cuerpo reflejaba las secuelas de una gran cirugía, y se movía con una lentitud casi antinatural, como si la vida se le escapara con cada paso.
Por fortuna, aún no oscurecía del todo. Si hubiera sido de noche, Marisa seguramente habría salido corriendo del susto.
—¿Penélope? ¿No estabas en el hospital recuperándote? —preguntó Marisa, sorprendida, aunque sin perder la precaución, manteniendo una distancia prudente.
A pesar de que Penélope parecía inofensiva en ese estado, Marisa sabía que no era alguien de fiar. Si había llegado hasta ahí, debía tener malas intenciones.
Penélope la miraba con los ojos desorbitados y llenos de furia, apretando la quijada con tanta fuerza que parecía que los dientes se le iban a romper. Si las miradas mataran, Marisa ya habría caído muerta ahí mismo.
—¡Todo esto es tu culpa, maldita! ¡Por ti nuestra familia está destruida! ¡Eres una desgracia! ¡La familia Loredo llegó a este estado por tu culpa y tú, mírate, abriendo una galería de arte, luciéndote como si nada! ¡Siempre supe que eras venenosa, una tentación que solo trae desgracias!
Marisa frunció el ceño. Hasta hace un rato, el día había sido bueno.
¿Quién iba a imaginar que saliendo de la galería se toparía con semejante amargura?
Le lanzó una mirada rápida a la Penélope casi desquiciada y soltó un suspiro desdeñoso, una mezcla de lástima y fastidio.
—Si la familia Loredo está así, es porque ustedes se lo buscaron. Si hay alguien inocente en todo esto, fue Nicolás Loredo, que murió en aquel accidente aéreo. Si no te hubieras aliado con Samuel para hacer sus porquerías, la familia Loredo no estaría en ruinas, Noelia Juárez seguiría viva y tú, junto con Samuel, no habrían acabado tan bajo.

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