Marisa se quedó viendo, con la mirada perdida, toda la comida servida sobre la mesa. Sentía el estómago vacío, no iba a negarlo, pero la verdad era que aún no se sentía preparada para sentarse a comer. Especialmente, con toda la familia Olmo frente a ella, tan numerosa y atenta.
Rubén echó una mirada discreta a Marisa, luego, sin darle más vueltas, tomó sus cubiertos y se sirvió una porción de costillas agridulces, pasándolas enseguida al plato de Marisa.
—Prueba esto primero. El chef de la familia Olmo tiene fama por preparar unas costillas agridulces de lujo.
Rubén sabía bien que Marisa prefería los sabores dulces, y más cuando se trataba de costillas agridulces, un platillo típico de Clarosol que le encantaba.
Al notar que Marisa seguía algo tensa, Valentina se levantó y le sirvió un trozo de pescado al vapor.
—Si no te gustan las costillas, aquí tienes un poco de pescado. Y si tampoco te gusta, no pasa nada, no tienes que comerlo —dijo con una sonrisa amable.
La familia Olmo parecía tan considerada y atenta con todo, que Marisa no sabía cómo reaccionar. No estaba acostumbrada a tanta calidez. Dudó un momento, apretó los labios y, dejando los cubiertos a un lado, se armó de valor para decir:
—Señor Olmo, señora Olmo, Rubén... lo que quiero decirles es que quizás no pueda tener hijos.
No se había hecho exámenes exhaustivos, pero después de varios años intentándolo con Samuel y sin resultado alguno, las posibilidades parecían casi nulas.
El ambiente en la mesa se quedó en silencio por un par de segundos. Después, el aire se volvió ligero de nuevo.
Rubén sonrió apenas y le dijo:
—No pasa nada. Yo te elegí a ti porque quiero una esposa, no una fábrica de niños.
Marisa, después de tantos años viviendo bajo la presión de la familia Loredo, llegó a pensar que había entendido mal. ¿O acaso la familia Olmo tenía más hijos y por eso no les preocupaba? Pero si lo pensaba bien, Rubén era hijo único. Nunca había escuchado que la familia tuviera otros hijos.
¿Sería que la familia Olmo tenía algún hijo secreto? La duda le rondaba la cabeza, llenándola de ideas sin sentido.
Fue hasta que sintió la mano cálida de Rubén cubriendo la suya, que Marisa volvió en sí. El contacto de su piel la hizo regresar del abismo de sus pensamientos.
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