Rubén vio en los ojos de Marisa una firmeza que no se quebraba.
—Vaya, sí que eres terca, niña —pensó para sí, con una mezcla de resignación y ternura.
Ya sin querer presionarla más, optó por una alternativa menos directa.
—Bueno, por lo menos siéntate y platicamos, ¿te parece?
Todos estaban sentados, excepto Marisa, que seguía de pie en medio del comedor, comenzando a sentirse incómoda por la situación.
Ella asintió y, con paso algo titubeante, tomó asiento.
Rubén, atento, le acercó la silla con un gesto amable.
Fue hasta que se acomodó que Marisa notó cómo tanto la pareja Olmo como Rubén la observaban con atención. Sintió una extraña presión en el pecho, una sensación difícil de explicar.
En la familia Loredo, cuando ella tomaba la palabra, todos parecían demasiado ocupados en sus propios asuntos como para prestarle atención. Ahora, en cambio, todas las miradas se posaban sobre ella.
Rubén, al verla callada tras sentarse, pensó que quizá estaba demasiado nerviosa y se preparó para tranquilizarla. Pero antes de que pudiera decir algo, Marisa rompió el silencio.
—Perdónenme, señor Olmo, señora Olmo. Desde un principio debí contarles lo que está pasando.
Rubén sintió cómo el corazón se le subía hasta la garganta.
En ese momento, creyó que Marisa había venido a cancelar el compromiso. ¿Será que en su interior todavía no podía dejar a Samuel? Si se tratara de cualquier otra persona, tal vez Rubén se habría sentido seguro de sí mismo. Pero Marisa era diferente.
Si ella fuera de aquellas que se casan sólo por el poder o dinero de los Olmo, nunca habría estado con Samuel en primer lugar.
Ese pensamiento le hizo fruncir el ceño de manera casi involuntaria.
Marisa notó la expresión de Rubén y supuso que él ya sabía todo, quizá después del escándalo de Penélope. Seguramente la estaba culpando por no haber hablado antes, por aceptar los regalos que le dio aquel día en el centro comercial, por hacer que la familia Olmo se esforzara tanto sin razón.
Marisa bajó la mirada y forzó una sonrisa educada.
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