Los labios delgados de Rubén mantenían una sonrisa enigmática, imposible de descifrar.
Esa sonrisa ponía a Samuel especialmente incómodo.
Rubén le echó una mirada de reojo a Samuel.
—Lo siento, aquí no hay ningún anciano.
Hizo una pausa breve y añadió:
—Y tampoco voy a dejarte entrar. No quiero que ensucies el lugar.
En Clarosol, Samuel rara vez era tratado con ese tono y esa actitud.
Mucho menos por un guardaespaldas.
Por un instante, la expresión de Samuel cambió por completo. Descarado y desdeñoso, recorrió con la mirada al hombre que tenía enfrente, de arriba abajo, sin disimulo.
—Ve a llamar a tu jefe, no tengo ganas de perder el tiempo hablando con perros. Menos con perros tan mal educados.
Al escuchar esto, la sonrisa en la comisura de los labios de Rubén se volvió aún más pronunciada. En el fondo, disfrutaba que el otro no lo reconociera.
Si no fuera porque le preocupaba lo que pudiera pasar con Marisa en la habitación, Rubén quizá se habría quedado a jugar un rato más con él.
Pero no estaba para perder tiempo.
—Señor Loredo, yo soy el dueño de esta casa.
La expresión de desprecio de Samuel se transformó, revelando una mezcla de sorpresa y fastidio.
Volvió a mirar detenidamente a Rubén.
Y al darse cuenta de que ese hombre era con quien Marisa estaba a punto de casarse, le resultó imposible aceptarlo.
¿No se suponía que Marisa se casaría con un viejo?
¿No debía ser un tipo gordo, con el cuerpo inflado y el aroma de los años encima, que para decir una frase necesitaba toser diez veces?
¿Cómo podía ser, en cambio, este hombre alto, con cuerpo atlético, incluso mejor formado que él?
Con el rostro enrojecido, logró gruñir entre dientes:
—¿Estás loco o qué? ¡Suéltame!
Pero Rubén no lo soltó. Al contrario, sintió que el paraguas le estorbaba y lo dejó caer, acercándose más a Samuel. Cambió el agarre del cuello por el de la corbata, apretando con una mano firme, y lo miró con una advertencia clara en los ojos.
—Si te vuelvo a escuchar hablar mal de Marisa, te aseguro que te hago tragar cada una de esas palabras.
Solo entonces soltó a Samuel con fuerza, empujándolo.
Samuel perdió el equilibrio, dio varios pasos hacia atrás y casi termina en el suelo.
Escupió hacia un lado y lanzó una mirada asesina a Rubén.
—¡Bah! ¿Y tú crees que me vas a callar? ¿Quién te crees? ¿No estarás pensando que eres muy importante? ¿Sabes siquiera quién soy yo?
En medio de la noche y bajo la lluvia, Rubén no se movió. El agua le empapó el cabello, desordenándolo y pegándolo a la frente, pero ni así logró opacar el atractivo de sus facciones.

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