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El día que mi viudez se canceló romance Capítulo 55

En los ojos de Rubén destelló una chispa de emoción, mezclada con esa rabia que aparece justo cuando alguien logra sacarlo de sus casillas.

Sin perder el tiempo, rodeó la cintura de Marisa, presionando con la palma de la mano, asegurándose de que entre ellos no quedara ni un resquicio, ni el más mínimo soplo de aire podía colarse.

Afuera, en Clarosol, daban las dos y media de la madrugada. La tormenta eléctrica, tan feroz como repentina, se había esfumado de golpe.

El viento barría las hojas aún húmedas del suelo, arrastrándolas con un susurro persistente.

Los árboles crujían bajo la brisa, balanceándose con lentitud, mientras gotas rezagadas de lluvia seguían cayendo de las hojas, marcando el tiempo en una melodía de fondo.

Tendida en la cama de la habitación, Marisa escuchaba la mezcla de sonidos del exterior y los que llenaban la recámara, como si fueran la banda sonora de una sinfonía íntima.

Solo que, entre esa sinfonía, se colaban las respiraciones entrecortadas de ambos, profundas y agitadas.

En medio de la oscuridad, Rubén se inclinó hacia Marisa, sus labios rozando su oreja, provocando un cosquilleo que le estremeció hasta la punta de los dedos.

—Dime, ¿crees que quiero empezar o que no puedo empezar? —murmuró, la voz cargada de esa dualidad tan suya, mitad provocación, mitad ternura.

Sintiendo el calor de Rubén, Marisa mordió levemente sus labios, arrugando la frente en silencio. ¿No era obvio que ya habían empezado?

A ese hombre le gustaba hacer preguntas incómodas en los momentos más críticos.

Como Marisa no respondió, Rubén frunció las cejas y, en la penumbra, la obligó a mirarlo directo a los ojos, sin darle opción de huir.

Ella apretó los dientes, sintiendo un leve pinchazo de dolor en los labios.

Entonces, la mirada de Rubén se suavizó.

Ya no tenía ese aire amenazante de hace unos instantes. Levantó la mano y acarició sus labios con delicadeza.

—No te muerdas más —susurró—, te vas a lastimar. Ya no pregunto, tranquila.

Al decirlo, se dibujó una sonrisa en su boca.

Marisa, en ese instante, parecía igualita a la de hace veinte años.

Rubén recordaba, casi como si fuera hoy, aquella cena de hace dos décadas cuando Marisa, siendo apenas una niña, rompió accidentalmente un plato. En ese entonces, ella había tenido la misma expresión: nerviosa, mordiéndose los labios.

—Sigues igual que cuando tenías seis años —le dijo con cariño—. No puedes evitarlo, ¿verdad? Cada vez que te pones nerviosa, terminas mordiendo los labios.

Marisa se quedó perpleja. Primero, por la sorpresa de que su viejo hábito quedara al descubierto. Luego, la invadió una ligera vergüenza.

Ya tenía veinticinco o veintiséis años, ¿cómo era posible que siguiera igual que cuando era niña?

Después, vino la incredulidad. ¿Cómo era que Rubén recordaba esos detalles de su infancia?

Esa reunión entre niños había pasado hacía casi veinte años, ¿cómo podía tener tan presente algo tan insignificante?

—Tienes una memoria increíble —admitió Marisa, genuinamente impresionada.

Todo el mundo hablaba de los logros de Rubén en los negocios, hasta decían que había algo de legendario en su historia.

En estos tiempos en que los negocios tradicionales iban en picada, él había logrado construir un imperio. Debía ser un tipo con una inteligencia superior.

En la mente de Marisa, los genios siempre tenían memoria de elefante.

Rubén era, sin duda, uno de ellos.

Siguieron así, entrelazados, hasta bien entrada la madrugada, hasta que la lluvia se secó en las hojas de los árboles y ya solo quedaba el rumor del viento.

Rubén la abrazó, manteniéndola cerca, mientras Marisa se giraba de lado, mirando hacia la ventana.

Su voz, apenas un suspiro, se dejó escuchar:

—No tengo tan buena memoria como crees.

Marisa, agotada hasta los huesos, apenas podía hilvanar un pensamiento. Sin embargo, respondió en voz baja, siguiéndole la corriente:

—Eres muy modesto.

En realidad, la memoria de Rubén no era para nada buena.

A veces ni siquiera recordaba su propia agenda y dependía de su asistente para no olvidar nada importante.

Pero, aunque uno tenga mala memoria, siempre recuerda lo que de verdad importa.

Y para Rubén, Marisa era eso: lo más importante.

...

Samuel regresó al hospital después de que Noelia le llamara una y otra vez, casi rogándole.

Afuera del cuarto, lo esperaba Penélope.

Al verlo llegar, Penélope lo miró con reproche y le lanzó:

—¿No te das cuenta de que Noelia te necesita? Ya llamé a tu asistente y sé que no fuiste a la empresa. ¿Dónde andabas? ¿Otra vez en el bar?

Para asegurarse, se acercó y olfateó la ropa de Samuel.

Él la miró agotado. Aquella noche, sentía que estaba perdiendo lo poco que le quedaba de fuerza. Sin rodeos, soltó:

—Mamá, ya no quiero seguir así. Quiero decirle la verdad a Marisa. Quiero estar con Marisa.

Penélope se quedó blanca, y aunque la furia se asomó en sus ojos, bajó la voz al mínimo:

—¿Qué tonterías dices? ¿Te afectó la lluvia o qué? ¿Vas a soltar la verdad? ¿Te quieres deshacer de la familia Loredo? Noelia está así, ¿y si le cuentas todo? El bebé que espera se va a perder, ¡te lo aseguro!

Samuel, derrotado, alzó la mirada al techo:

—¡Marisa está por casarse! ¡Va a casarse! Yo era su esposo, ya no quiero seguir con todo esto, de verdad ya no puedo. Te lo prometo, la llevaré al médico, ella va a mejorar, es joven, ¡también puede tener hijos!

Penélope, apretando los dientes, le tapó la boca con la mano, temiendo que Noelia, desde la habitación, escuchara cada palabra.

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