—Abrázame, Marisa —pidió Rubén con voz serena.
La mano de Marisa, que había quedado suspendida en el aire, terminó por apoyarse suavemente en la cintura de Rubén.
A través de la camisa blanca empapada, Marisa podía sentir sin ningún obstáculo las líneas de su cintura, tan definidas y perfectas que, por un instante, lo único que vino a su mente fue la imagen de la mejor pintura al óleo, detallada y sublime.
Sí, la silueta de Rubén tenía esa capacidad de dejarla sin palabras.
El calor que emanaba de su cuerpo le quemaba la palma de la mano, una sensación tan intensa y extraña que le resultaba imposible de describir.
Por un momento, ni siquiera cayó en cuenta de lo atrevido de su acción.
Rubén, guiándola con calma, murmuró:
—¿Te gustaría bañarte conmigo?
El rostro de Marisa, oculto en el pecho de Rubén, se encendió de inmediato, como si tuviera fiebre.
Sintió la garganta seca, incapaz de articular palabra alguna.
Rubén cambió de tono, como si le estuviera dando una opción distinta:
—Necesito que te bañes conmigo.
Marisa alzó la cabeza, perpleja, y logró sacar con dificultad una pregunta de su garganta reseca:
—¿Qué? ¿Tienes miedo de resbalarte solo en la ducha?
Rubén esbozó una sonrisa apenas visible, como si la hubiera atrapado en su juego.
—Esa salida está bastante bien —respondió, tomándose en serio la broma de Marisa.
Ella solo intentaba aligerar el ambiente, pero no esperaba que Rubén, con toda sinceridad, asintiera.
—Sí, me da miedo caerme mientras me baño. Ya tengo fiebre y gripa. Si me desmayo en la regadera, imagínate lo que podría pasar.
¿Era posible que ese hombre, con ese semblante tan seguro y fuerte, ahora sonara tan vulnerable?
Su cara seria y decidida, combinada con ese tono casi suplicante, creaba un contraste inesperado y hasta encantador.
Marisa pensó que, si seguía en ese baño, la que terminaría sufriendo las consecuencias sería ella. Y, aunque todo en su interior le decía que debía irse, algo la mantenía pegada al suelo.
Entonces, Rubén la miró fijo y preguntó:
—¿Te vas a quedar?
Respondió con un susurro, apenas audible, sin saber si en verdad había conseguido decirlo en voz alta.
La luz cálida del baño envolvía todo en un ambiente perfecto.
La temperatura, el ambiente, la intimidad... todo era ideal.
Hasta la forma en la que se miraban, como dos estrellas que no podían evitar atraerse.
Los dedos de Rubén descendieron lentamente hasta el mentón de Marisa, sujetándola con delicadeza pero con firmeza, como si le estuviera dando la última oportunidad para arrepentirse.
—Si empezamos, ya no hay vuelta atrás.
Marisa siempre había sido alguien tranquila, pero justo en ese instante, Rubén, con tantas preguntas, terminó por despertar su lado rebelde.
¿Acaso dudaba de que ella se atrevería?
¿Qué tenía ella que temer?
Así que Marisa, en voz baja y con una sonrisa pícara, soltó:
—Si sigues preguntando tanto, cualquiera pensaría que no quieres empezar, sino que no puedes...

Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: El día que mi viudez se canceló