Los hospitales más cercanos estaban a más de diez kilómetros de distancia. Aunque Rubén ya había pisado el acelerador al máximo, aun así tardaría casi media hora en llegar.
—Aguanta, Marisa, solo un poco más, ya casi llegamos —le dijo, tratando de mantener la calma.
Por suerte, las calles en las afueras del pueblo estaban despejadas, y a esa hora casi no había carros circulando.
El carro avanzaba a toda velocidad por una avenida arbolada y solitaria, devorando metros bajo la luz temblorosa de los faroles.
Marisa respiraba con dificultad, el pecho subía y bajaba descontrolado. Levantó la mirada y, entre jadeos, alcanzó a decir:
—Tengo calor, Rubén… Siento como si tuviera hormigas en el corazón. ¿Me voy a morir?
—No vas a morir, Marisa, te lo juro. Solo aguanta un poco más, vamos directo al hospital —le respondió, apretando el volante con fuerza.
Marisa cerró los ojos, se retorció en el asiento como si buscara una posición menos incómoda, pero el malestar no cedía. Sus jadeos se volvieron susurros, una mezcla de dolor y súplica apenas audible.
Verla así, tan vulnerable y perdida, le revolvía el alma a Rubén. Era como si alguien le estuviera apretando el corazón con una mano de hierro.
Sin pensarlo más, echó un vistazo al GPS y, en un segundo, tomó una decisión: giró el volante con brusquedad y se desvió por un camino pequeño y solitario, lejos de cualquier mirada.
Unos metros más adelante, frenó de golpe a la orilla de un río angosto, donde el reflejo de la luna pintaba destellos plateados sobre el agua.
Marisa, aún sin entender lo que sucedía, soltó un gemido suave, como un maullido de gato asustado.
Ese sonido le arañó el alma a Rubén.
Apagó el motor y tomó las manos de Marisa entre las suyas.
—Déjame ayudarte —le susurró con una mirada decidida y tierna.
En ese momento, Marisa ya no podía pensar con claridad. Al notar que el carro se había detenido, se inclinó hacia Rubén y buscó sus labios con los suyos, ardientes y necesitados.
Ese beso encendió la noche.
Todo sucedió rápido, sin frenos ni dudas.
A diferencia de aquella vez en casa de la familia Olmo, esta noche Marisa estaba desbordada, como si hubiera perdido el control de sí misma.
Esa intensidad arrastró a Rubén, lo envolvió y lo llevó a perderse también en la locura de la noche.
Abrió los ojos, todavía somnolienta, y le preguntó:
—¿Ya estamos en casa?
—Sí, ya llegamos —contestó Rubén, con voz grave.
Esta era la casa de la familia Olmo, y en adelante, también sería el hogar de Marisa.
Solo de pensarlo, una sonrisa se asomó en los labios de Rubén.
La voz de Marisa sonaba adormilada, con ese dejo de satisfacción y pereza que queda después de una noche intensa.
—¿Dormí mucho rato?
Rubén empujó la puerta de la habitación con el pie.
—No tanto. ¿Prefieres bañarte antes de dormir otra vez, o solo quieres acostarte ya?

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