—Lucas, sólo voy a decir esto una vez. Yo sólo tengo un hogar y es Valverde. No quiero tener nada que ver con la familia Hernández en la capital, o con el poderoso señor Hernández. ¿Me he explicado? —Augusto dijo esto con un tono y una expresión de extrema calma, pero aun así desprendía la misma sensación opresiva de una alta montaña que hacía que la gente sintiera que le faltaba el aire.
—S-Sí, señor. —Lucas estaba cubierto de un sudor frío, y sentía palpitaciones en el corazón debido al miedo.
Augusto se limitó a asentir y cerrar los ojos antes de recostarse en su asiento.
—Empieza a conducir. Despiértame cuando estemos ahí.
La Aldea Dorada, en el pueblo de Dracena, era donde vivía el señor Castillo y su familia, un lugar que Augusto conocía de memoria.
Lo conocía tan bien que había vuelto a él innumerables veces, pero solo en sus sueños. Ese pequeño y acogedor hogar del que se había alejado durante los diez largos años que había luchado como soldado.
Todo era diferente ahora, después de diez años. Había muchas caras conocidas que habían envejecido, y otras nuevas que le resultaban desconocidas.
Los campos que recordaba habían sido sustituidos por fábricas y construcciones de todo tipo, que daban la impresión de modernidad, pero a expensas de aquellas sensaciones que recordaba de su infancia.
Recordaba cómo le gustaba volar cometas en los campos, atrapar grillos, robar melones y pescar en verano, cazar pájaros y observar la nieve en invierno. Y cada vez que llegaba la primavera, todo el lugar se llenaba de flores de damasco, convirtiendo toda la escena en un mar de flores de increíble belleza.
Todos los años, por estas fechas, Horacio Castillo, aficionado al alcohol, le daba una «gran suma de dinero» para conseguir un galón de vino casero hecho con las flores propias del lugar. Con el cambio como recompensa por realizar sus mandados, él y Anabel utilizaban ese dinero para conseguir caramelos, lazos para el pelo, hondas y juguetes de todo tipo... Así era la belleza de la infancia.
—Después de diez años, por fin he vuelto. —Augusto se recompuso y rió.
En una intersección cercana a la casa de los Castillo, Augusto se bajó del coche y Lucas se alejó con discreción, sin pretender irrumpir en la reunión familiar. Luego de una media hora de caminata intermitente, llegó al fin a la puerta de la familia Castillo. En ese momento, las puertas estaban abiertas de par en par y los invitados pasaban por aquí y por allá en el patio delantero; estaba todo muy animado, como si alguien estuviera celebrando un banquete.
—Tía, sigue sin mí, voy a recibir a los demás parientes.
—Por supuesto. Es el compromiso de Anabel, así que todos deben beber un poco más. Que fluya el vino y la comida.
Justo entonces, una mujer de unos cuarenta años respondió al llamado de alguien y entró en el patio delantero con un brillo resplandeciente, y se quedó helada cuando vio a Augusto.
—¿Y tú eres...?
—Mamá —dijo Augusto en voz baja al ver a la señora que tenía delante, y luego dijo con un poco de pena—: Te han salido muchas arrugas y tienes el pelo blanco.
Esa señora era su madre adoptiva, Ofelia.
—Joven, no puedes ir por ahí llamando a la gente «mamá»... —Ofelia se apresuró a agitar las manos—. No tengo un hijo de tu edad, sólo tengo una hija.
—¿Qué, me voy sólo unos años y ya no puedes reconocerme? —Augusto sonrió y tomó las manos callosas de la mujer—. Todavía llevas el brazalete de jade que te regalé. Me costó medio mes de acarrear mercancías y ganar el dinero para eso, e incluso me disloqué el hombro.
—¡Tú eres Augusto! —Ofelia se quedó con la boca abierta. Después de un momento de mirarlo fijo, sus lágrimas empezaron a caer—. Maldito bastardo, así que sí sabes cómo volver a casa. Han pasado diez años, ¿dónde has estado?
Las palabras de felicitación que Augusto había pensado decir se esfumaron. De repente, la Anabel que tenía ante sí se sentía tan extraña y distante.
—¿Qué te pasa, Anabel? —dijo Ofelia con desagrado—. Tu hermano vuelve, ¿y tú le muestras esta actitud?
—¿Qué quieres que haga, entonces? —Anabel miró con impaciencia a Augusto de arriba abajo, y luego se burló—. Se fue sin decir una palabra hace diez años, y ahora ha vuelto sin decir nada de nuevo. ¿Qué cree que es nuestra casa, un motel? ¿Quieres que vaya a buscar los carruajes y le dé la bienvenida a casa con los brazos abiertos?
Anabel dirigió a Augusto una mirada disgustada, y luego se dio la vuelta para marcharse, con un resoplido y un montón de pensamientos en su mente. De todos los posibles días, ¿este hombre había elegido el día de su banquete de compromiso para volver? ¿Por qué? Si hubiera sido para demostrar su éxito y hacerla partícipe de la felicidad, entonces que así fuera, pero en lugar de eso, había regresado vestido como un indigente. Era un claro intento de estropear su día y avergonzarla.
—Oh, esta niña... —Ofelia estaba furiosa.
Augusto, por otro lado, sólo sonrió y tomó la mano de Ofelia.
—Olvídalo, mamá. Me equivoqué al irme así. Tiene todo el derecho a enfadarse conmigo.
Ofelia sólo pudo suspirar, sin saber qué decirle.
Cuando Augusto miró a su alrededor, vio a Anabel socializando con sus amigos y familiares, manteniendo con desenvoltura múltiples conversaciones, como una especie de mariposa social. ¿Seguía siendo la misma chica que se escondía a sus espaldas y se sonrojaba si un chico le decía una frase de más? Augusto suspiró. «Todo ha cambiado».
—¿Todavía sigues bebiendo ese vino espantoso, viejo? ¡Ven afuera!

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