Todavía arrastrando a Augusto con una alegría desbordante, Ofelia le gritó a Horacio, que estaba bebiendo vino dentro de la casa:
—¡Sal y mira quién ha vuelto!
Augusto se tocó la nariz; después de diez años, su madre adoptiva seguía siendo tan arrolladora.
—Maldita mujer, ¿has terminado? Nunca me dejas beber en un día normal, ¿y te metes en mis asuntos incluso el día en que nuestra hija se compromete? —La voz áspera de un hombre bramó desde el interior de la casa—. Hoy voy a beber aunque baje el mismísimo Dios de los cielos...
Entonces, un hombre delgado pero musculoso y de piel oscura salió, refunfuñando con furia, con una pipa en la mano. Sus ojos de tigre estaban muy abiertos, expresando con toda claridad su indignación.
—Papá. —Augusto gritó. Cuando Horacio levantó la vista y vio la cara de Augusto, su cuerpo pareció estremecerse de repente y, con un golpe, su pipa cayó al suelo.
Como si no lo creyera, Horacio se pellizcó el muslo una vez y luego se dirigió a él. Parecía tener mil palabras que decir, pero al final todo lo que dijo fue:
—¿Has vuelto? —Incluso entonces, su voz vaciló.
—He vuelto.
Las manos de Horacio se cerraron en puños y golpeó con ligereza el pecho de Augusto, con sus ojos lagrimeando.
—Eres más fuerte. Y más alto. Tus años en el ejército fueron bien aprovechados.
Ofelia protestó:
—Tonterías, Augusto ha adelgazado demasiado. Seguro nuestro chico ha sufrido mucho.
Horacio se limitó a reír y rodeó por instinto los hombros de Augusto con sus musculosos brazos, comprendiendo que el mocoso que había criado era ahora una cabeza más alta que él: ¡ya era un hombre!
—Ven, tómate unas copas con tu viejo.
—Claro. —Augusto entró con Horacio. Los amores paternos eran como una montaña, fuertes pero silenciosos; no se necesitaban palabras para expresarlos, porque un solo acto, una sola copa de vino, era suficiente.
Con la llegada de Augusto, los invitados, que habían estado hablando entre ellos, se agruparon de inmediato, murmurando sobre él, uno por uno.
—Ese es el hijo adoptivo de Horacio, ¿verdad? ¿No se fue para unirse al ejército hace diez años? ¿Por qué ha vuelto ahora?
—¿Por qué más? Debe haber sido expulsado de su escuadrón. Mira la ropa tan pobre que lleva. Un inútil.
—Tu infancia define en quién te conviertes, después de todo. Te dije que ese chico nunca llegaría a mucho. Escuché que él y Anabel eran amigos de la infancia, y que Horacio había tratado de emparejarlos. Menos mal que Anabel no se casó con él. Si no, sólo hubiera arruinado su futuro.
—Oh, el prometido de Anabel es el heredero de una gran familia, y un hombre joven y guapo además. Mira a este chico sin dinero, ni siquiera es digno de llevar sus zapatos.
—Exacto. Sólo el matrimonio Castillo lo trata como al hijo predilecto, pero con respecto al resto del mundo, ¿a quién le importa?
Todo el mundo estaba cotilleando, convirtiendo el ambiente, que antes había sido de alegría, en algo extraño y siniestro.
—Soy Emilio Sandoval, el heredero y actual vicepresidente del Grupo Sandoval. Mi salario anual apenas ronda el millón, pero pronto heredaré la empresa de mi padre. Anabel será muy feliz después de casarse conmigo. —Le rodeó la cintura con un brazo, como un conquistador que reafirma su dominio—. ¿Escuché que te uniste al ejército? ¿Conseguiste el rango de coronel? Supongo que no, porque de lo contrario no te habrías retirado. En los tiempos que corren, un hombre como tú, sin formación académica ni profesional, puede tener dificultades para labrarse un futuro...
Horacio dejó su copa de vino con un golpe audible y dijo con desaprobación:
—Nadie te confundiría con un mudo aunque hubieras mantenido la boca cerrada. —Una empresa de tamaño medio con un mísero valor neto de veinte millones, ¿y la llamaba «Grupo Sandoval»? Estaba claro que estaba dándose aires de grandeza, una mera exageración de su riqueza sólo para poner a Augusto en su lugar. Los agudos ojos de Horacio descubrieron de inmediato la maliciosa estratagema de Emilio—. Augusto es mi hijo. Se convierta en quien se convierta, no tienes derecho a juzgarlo.
—Padre, sólo estoy mostrando algo de consideración por Augusto. No te pongas tan nervioso. —Emilio se rió de la crítica con indiferencia, y luego miró de manera condescendiente a Augusto—. Estamos a punto de convertirnos en familia, Augusto. Estoy seguro de que no te molestarán unas palabras entre nosotros, ¿verdad?
Acto seguido, Augusto se quitó los auriculares y parpadeó confundido, preguntando:
—Perdona, ¿estabas diciendo algo?
Una esquina de la boca de Emilio se crispó. «Este hombre...».
Anabel estaba indignada.
—Augusto, estás siendo grosero. Emilio sólo decía esas cosas porque se preocupa por ti, ¿y tú no escuchaste nada?
—Lo siento, es un hábito laboral. —Se desperezó Augusto, diciendo con calma—. Nunca me he interesado por charlas irrelevantes e inútiles. Sólo me hacen perder el tiempo.
—Tú... —Toda la cara de Emilio estaba enrojecida de rabia. Había hecho una demostración tan perfecta de su genialidad, ¿y este bastardo lo ignoraba? ¡¿Qué demonios?!

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