—¿Bajarme? ¿A dónde crees que irías si te bajas? —Germán sujetó a Julia con fuerza, manteniéndola apresada entre sus brazos, y le apretó la quijada con una dureza que dolía.
Se sentía como un dios que dictaba las reglas desde lo alto, sin dejar lugar a discusiones.
—Julia, escucha bien lo que te voy a decir. Entre tú y yo, tanto el principio como el final siempre los decido yo. Por ahora, te vas a quedar con el papel de señora Barrientos. Ya después arreglaremos nuestras cuentas.
—¡Quiero bajarme! ¡Suéltame, no me obligues… no me obligues! —Julia, acorralada como un animalito al borde del barranco, forcejeaba con todas sus fuerzas, sin importarle nada más.
—¿Y si sí te obligo qué? —Germán clavó la mirada, sus ojos destilando amenaza.
Extendió la mano, intentando arrancarle el cubrebocas a Julia.
Julia, con los nervios crispados, reaccionó por puro instinto.
—¡No! ¡Quítate! —gritó, agitando las manos hacia atrás, intentando apartarlo. Sin querer, terminó agarrándolo de los cabellos.
Germán sintió el tirón y un dolor punzante en la cabeza, pero no pudo zafarse de inmediato.
No se esperaba que Julia se atreviera a tanto. Su expresión cambió al instante, ennegreciéndose como un fondo de olla.
—¡Suéltame! —espetó, apretando los dientes, cada palabra saliendo como una amenaza.
—¡No! —Julia negó con decisión, como si fuera lo último que haría en la vida. No quería pasar ni un segundo más con Germán.
—Dile al chofer que se detenga. Déjame ir.
El silencio se apoderó del carro por unos segundos. Al final, Germán, tragándose la rabia, ordenó:
—¡Detén el carro!
El chofer tragó saliva, murmurando una oración en su mente.
Jamás imaginó que la señorita Julia, después de pasar varios años en la cárcel, no solo regresaría con la mente clara, sino también con mucho más valor.
El chofer abrió la puerta.
Julia salió disparada, como si fuera un ratón escapando de las fauces de un gato, y corrió tan rápido que pronto se perdió de vista.
Germán la miró alejarse, sus ojos tan oscuros como la noche más cerrada.
¿Crees que puedes huir?
Déjala que corra, pensó. Ya vería hasta dónde llegaba.
Las enormes puertas de hierro forjado se abrieron despacio, mientras el elegante carro negro cruzaba los jardines perfectamente cuidados y se detenía justo frente a la entrada principal.
Germán salió del carro. El viejo mayordomo de los Barrientos ya lo esperaba en la puerta.
Antes de que entrara, el mayordomo se acercó y le murmuró:
—El señor hoy no anda de buen humor.
Nada más poner un pie en el recibidor, Germán vio a Mario y Olivia sentados en la sala, conversando.
Al verlo regresar, Olivia se levantó de inmediato, con una sonrisa radiante.
—¡Germán!
Ante la calidez de Olivia, Germán apenas respondió con un seco:
—Ajá.
No se notaba si estaba contento o enojado.
Pero Olivia ya estaba acostumbrada a ese trato. Sabía que Germán era así y no le daba mayor importancia.

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