Dentro del carro, el rostro de Germán se perfilaba con una dureza casi esculpida.
Sus facciones eran tan marcadas y armónicas que, bajo la luz tenue, recordaban a una estatua griega, impecable en cada trazo, como si un artista hubiera dedicado su vida entera a lograr esa perfección.-
Bajo unas cejas negras y definidas, sus ojos, rasgados y profundos, guardaban la oscuridad de un océano insondable. Mirarlo de frente era perderse en un abismo en el que uno nunca podía adivinar qué se escondía.
Julia bajó la mirada y subió al carro. Ni siquiera se dio cuenta cuando la palma de su mano empezó a sudar.
El motor del Maybach arrancó sin un solo ruido, deslizándose con elegancia hasta sumergirse entre la corriente interminable de vehículos.
Las luces de la ciudad recién encendidas, las neblinas de neón y las vitrinas parpadeantes quedaban atrás, fundiéndose en un río de colores interminable.
Dentro del carro, la atmósfera se sentía sofocante y silenciosa, tan apretada que parecía que el aire se podía cortar con cuchillo.
Julia se pegó a la puerta, dándole la espalda a Germán, fingiendo mirar el paisaje fugaz del otro lado del vidrio.
El aire que venía de Germán, tan seco y cortante como la cima de una montaña nevada, la ponía nerviosa. Los dedos le temblaban, incapaces de controlarse.
Germán observaba su figura callada, siempre de espaldas desde que subió al carro. Algo le picaba por dentro, una incomodidad que no podía explicar.
Antes, cada vez que Julia se subía a su carro, no paraba de hablar, como si temiera desperdiciar cualquier oportunidad para estar cerca de él.
Ahora, en cambio, parecía que lo único que quería era estar lo más lejos posible.
¿Después de tantos años sin verse, de verdad no tenía nada que decirle?
—¿Qué significa lo que dejaste escrito? —La voz de Germán, áspera y cortante, atravesó el silencio y se metió directo al corazón de Julia.
Julia sintió cómo la punzada de miedo le recorría el pecho.
—Lo que dice, ni más ni menos.
No pudo evitar que le diera risa. ¿Acaso Germán no sabía leer? ¿De verdad necesitaba preguntarlo?
Germán frunció el ceño.
—¿Qué le pasó a tu voz?
—Estoy resfriada —soltó Julia, restándole importancia.
No tenía la menor intención de volver a mencionar esos años de pesadilla.
Viéndola con un cubrebocas desechable, Germán no pareció sospechar de su excusa, y volvió a preguntar:
—¿Por qué?
El interrogatorio le resultaba casi absurdo.
Él nunca la quiso, y ella ya tampoco quería nada con él. ¿Para qué seguir arrastrando un matrimonio que solo existía por conveniencia?
Había pasado cuatro años en la cárcel por Olivia y, aun así, no pedía nada a cambio. Incluso estaba dispuesta a salirse por su propio pie. Germán debería estar agradecido, ¿no?
Julia miró las luces que pasaban veloces afuera y, tras pensar un poco, respondió con voz suave:
—No soy digna de usted, señor Barrientos.
—¿No eres digna? —Germán esbozó una mueca burlona—. Julia, si de verdad pensaras así, nunca me habrías perseguido tanto, sin importarte el ridículo.
Sus palabras, en ese tono tan mordaz, le calaron hondo en el corazón.
Escuchar a quien habías amado tanto burlarse de ti sin piedad, era algo que nadie podía ignorar tan fácil.
Julia tragó el dolor, forzando una sonrisa débil. Su voz sonó áspera.
—Eran cosas de juventud, perdone si alguna vez lo incomodé, señor Barrientos.
—¿Otra vez con tus trucos? ¿Ahora quieres hacerte la que te retiras para verme caer? ¿O es solo un juego para llamar mi atención? —replicó Germán, con el ceño fruncido.
Él siempre creyó que conocía a Julia.
Sabía que ella era terca, que no se rendía sin pelear, que no iba a entregar lo que había conseguido con tanto esfuerzo.
Así que, para él, esto no era más que otra táctica para provocarlo.
Julia abrió la boca, pero la rabia le atoró las palabras en la garganta.
Antes, él no soportaba que ella lo buscara. Siempre que la veía, se le fruncía el ceño.
Ahora que, por fin, ella quería soltarlo, ¿no era eso lo que él siempre había querido?
—Por supuesto que lo digo en serio. No me atrevería a engañarlo, señor Barrientos.
Germán la miró con intensidad.
—¿Te arrepientes?
¿Arrepentida? Julia quedó pensativa.
No sabía si Germán preguntaba si se arrepentía de haberlo amado o de haber hecho aquel trato.
Lo pensó, y negó con la cabeza.
—No hay nada de qué arrepentirse. Lo que fue, ya pasó.
Ella sabía soltar. Amó con todo, y aunque el resultado no fuera el mejor, no había nada que lamentar.
Solo le dolía la Julia de antes, la que se entregó sin reservas, soportando burlas y heridas, persiguiendo la sombra de alguien que jamás voltearía a verla.
Desde el principio, ella se equivocó.
Pensó que Germán era aquel chico, Leandro Soler.
Pero alguien tan distante como Germán no podría ser Leandro.
Simplemente, se había confundido de persona.
—¿Ya pasó? —de pronto, Germán soltó una risa seca, entre dientes.
Entrecerrando los ojos, dejó que sus dedos recorriesen despacio el rosario de madera negra en su muñeca. Su voz, grave y pausada, llenó el reducido espacio.
—Julia, ¿sabes lo que significa subirse al tigre y no poder bajarse?
En ese momento, el corazón de Julia se desplomó.

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