Su voz, profunda y cálida, acarició el aire:
—Marisol, para mí nadie importa más que tú.
Sus palabras, cargadas de sentimiento, desataron de inmediato la algarabía en el salón. Todos celebraron ese despliegue de amor. Solo Carolina, de pie tras la puerta, sintió una punzada aguda en el corazón.
Jamás imaginó que, después de tanto tiempo, no lograría derretir esa coraza helada que cubría el corazón de Alexis.
Por más que se esforzara, siempre sería la segunda opción en su vida. Nunca la única. Ni todos sus intentos bastaron para ocupar ese lugar.
Carolina se sintió ridícula, patética y triste a la vez.
En ese momento, alguien que volvía del baño se detuvo, sorprendido al ver a Carolina junto a la puerta.
—Eh, cuñada, ¿tú también viniste? ¿No vas a pasar?
De repente, la puerta del salón se abrió de golpe. Todos los presentes se voltearon y la vieron ahí: pálida, con el semblante desencajado.
Por un instante, el ambiente quedó en suspenso. Alguien intentó romper el hielo y salvar la situación.
—¡Ah, cuñada! ¿Ya desayunaste? Ven, pasa, únete a la mesa.
Alexis retiró el brazo que había apoyado sobre el respaldo de la silla de Marisol. Arrugó el entrecejo y preguntó:
—¿Qué haces aquí, Carolina?
Carolina se obligó a respirar hondo y avanzó unos pasos.
—¿Acaso no puedo venir, Alexis?
Marisol de inmediato se incorporó, dispuesta a cederle el asiento.
—¡Carolina, qué bueno que llegaste! Ven, siéntate aquí, te guardé un lugar.
—Marisol, quédate donde estás —dijo Alexis, presionando suavemente el hombro de la joven.
Ese gesto, tan simple, volvió a clavarse en el pecho de Carolina.
—Claro, no te muevas. No vine a desayunar con ustedes.
Alexis frunció la mirada, su tono se volvió más grave.
—Carolina, ¿a qué viniste hoy? ¿No quedamos en que iríamos otro día a casarnos?
Una sonrisa sarcástica se dibujó en los labios de Carolina.
—Ya no hace falta.
—¿Qué dijiste? —Alexis no alcanzó a escuchar con claridad.
Carolina, sin perder la compostura, repitió con una sonrisa tranquila.
—Dije que ya no quiero casarme.
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