Era de noche, y la lluvia caía a cántaros, logrando que el sonido del agua borrara cualquier otro ruido que hubiera en la oscuridad.
En ese momento, una figura alta y delgada atravesaba la cortina de lluvia, tropezando hasta caer junto a un auto negro que se encontraba estacionado al borde del camino.
El agua helada la había empapado por completo, revelando sus delicadas curvas, pero no lograba apagar el fuego abrasador que sentía en su interior.
Esther Robles tenía la mente en blanco, casi solo le quedaban los instintos, por lo que se levantó con dificultad y al encontrar que la puerta del auto estaba entreabierta, se metió dentro desesperadamente.
Su sentido común le decía que, si no subía a ese vehículo, moriría de frío en aquella gélida noche lluviosa.
Después de entrar en el auto cerró la puerta y como su conciencia estaba borrosa no percibió el intenso olor a sangre en el interior del vehículo.
En la oscuridad, unos ojos de un azul oscuro casi negro se abrieron de golpe, y su afilada mirada se dirigió fríamente hacia la intrusa.
Un destello de intención asesina cruzó sus ojos, como una navaja en la noche.
Esther no se percató de nada, pero en la oscuridad sintió una fuente de calor y, casi instintivamente, se acercó.
El dueño de los ojos azul oscuro intentó moverse, pero estaba herido y no pudo apartar a la mujer que se había echado sobre él.
La persona encima de él era suave, pero inquieta.
Los ojos azul oscuro estaban llenos de furia y sed de sangre; él era un rey entre los hombres, por lo que nadie había osado desafiarlo de tal manera.
¡Nunca!
Su intención asesina era tan intensa que su respiración se volvió irregular y Esther, al percatarse, se detuvo un momento y en la oscuridad abrió sus hermosos ojos almendrados, mirando confusa a la extraña fuente de calor bajo ella.
En ese momento, su belleza era sorprendente, casi sofocante, con una pureza que llevaba una pizca de peligro.
Instintivamente, Esther bajó la cabeza para acercarse al cuerpo cálido que estaba debajo de ella.
—¡Quítate! —Gruñó el hombre débilmente, pero aun así se podía sentir su furia.
—No te... muevas. —Murmuró Esther, descontenta, mientras sus pequeñas manos sujetaban al hombre herido con autoridad.
En la oscuridad, los ojos azul oscuro de aquel sujeto ardían con furia y locura, impotentes ante el comportamiento torpe y atolondrado de Esther.
Fuera del vehículo, la lluvia seguía cayendo a cántaros, cubriendo todo con su manto, mientras en la oscuridad el auto parecía un antiguo monstruo, misterioso y solitario.
...
Un rato después, la lluvia finalmente disminuyó, pero aún caía suavemente, y el interior del auto volvió a un estado de calma. Unas horas más tarde, el cielo empezó a aclararse ligeramente, haciendo que la fría mañana pareciera aún más helada.
Dentro del auto, Esther despertó aturdida, su mente aún nublada poco a poco iba recuperando la claridad.
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