Antes de decidir marcharse, Keira sintió la necesidad de ir a ver a Daniel.
Al fin y al cabo, era su propio hijo, una parte de sí misma.-
Él apenas tenía seis años, y aún no entendía muchas cosas. ¿Cómo iba a guardar rencor una madre hacia su hijo por una travesura o una falta de comprensión?
Cuando Keira llegó al pasillo, justo afuera de la puerta de Daniel, alcanzó a escuchar su vocecita hablando con alguien.
—Rosario, mi mamá siempre ha sido muy educada, la verdad no sé por qué hoy se portó así. Quiero pedirte disculpas por ella. Tú eres una persona mayor, ¿podrías no enojarte con mi mamá, por favor?
Daniel, tan pequeño, aún no comprendía la complejidad de las relaciones entre adultos. Si Rosario en verdad era tía de Alberto, según la lógica familiar, lo que decía Daniel no tenía nada de malo.
En cierto modo, la estaba defendiendo.
Keira sintió un leve consuelo en el pecho.
Estaba a punto de abrir la puerta, cuando Daniel volvió a hablar:
—Rosario, gracias por ser tan comprensiva y no enojarte con mi mamá. Ojalá mi mamá supiera hablar tan bonito como tú… Así yo no tendría que preocuparme de que mis compañeros algún día se burlen porque mi mamá no puede hablar.
...
—Sí, en mi salón hay un niño cuya mamá camina chueco, y muchos compañeros siempre se burlan de él. Yo no quiero que me pase lo mismo, que se rían de mí y no poder levantar la cabeza.
...
Keira soltó el picaporte y se llevó una mano al pecho, sintiendo cómo el aire se le atoraba en la garganta.
Mientras más crecía Daniel, menos aceptaba sus dificultades.
Solo le quedaban seis meses de vida. Medio año, nada más...
Cuando ella ya no estuviera, Alberto sería el único que velaría por Daniel.
Quizá, con el tiempo, Alberto se casaría de nuevo, trayendo a casa a una mujer sin ningún impedimento para que fuera la madrastra de Daniel.
Desde el momento en que le confirmaron el cáncer, eso era lo que más le preocupaba: que la futura madrastra de Daniel pudiera tratarlo mal.
Daniel era su tesoro, el centro de su mundo. Desde que nació, ella había vivido con mil ansiedades por él.
Pero ahora, parecía que nada de eso tenía sentido.
Daniel ya la veía como una vergüenza.
Mejor no despedirse. Mejor no volver a verlo.
...
A la mañana siguiente.
El alba apenas asomaba cuando Alberto regresó a casa, arrastrando el cansancio en los hombros.
Sabía que anoche se había equivocado.
El asunto de Rosario y la alergia a la ropa de cama del hotel era fácil de aclarar; Keira lo habría entendido si él se hubiera tomado el tiempo de explicárselo.
Empujó la puerta del dormitorio, levantando sin querer una corriente de aire.
Vio una hoja de papel deslizarse bajo la cama...
Alberto arqueó las cejas. Era meticuloso con la limpieza, y Keira siempre mantenía la casa impecable. ¿Cómo era posible que hubiera dejado un papel tirado en el cuarto?
El dormitorio estaba vacío. Los rasgos firmes de Alberto se tensaron; normalmente, Keira se apresuraba a recibirlo en la puerta tan pronto escuchaba el motor de su carro.
Cerró la puerta con fuerza, irritado, y salió al salón.
Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: Espejismos de Amor