Antes de que pudiera despertarse y aceptar la realidad, Regina había experimentado tres ataques de pánico consecutivos, los cuales las enfermeras habían tratado suministrándole sedantes para mantenerla bajo control.
Ahora finalmente se encontraba lucida y dispuesta a escuchar las explicaciones que tenía su médico para darle.
Aun así, no pudo evitar que sus ojos se encontraran perdidos en la blancura de la pared de aquella habitación de hospital. Su doctor, el mismo que la había tratado durante todos esos años, le hacía ver que su vida había cambiado y que, aunque ella había estado inmóvil en una cama, el mundo a su alrededor no había parado de girar.
—Pero cómo pudieron hacerme esto… —susurró con voz débil, mientras sostenía los papeles de divorcio en sus manos.
Le parecía increíble que Nicolás, el hombre que pensó que la amaba, no había esperado ni siquiera un año para entablar una demanda de divorcio delante de un juez alegando que era una carga para su vida, una carga de la que ansiaba liberarse, pero no conforme con eso, se aseguró de quedarse con la mitad de sus bienes.
Regina maldijo en silencio, sintiéndose repentinamente tonta.
¿Por qué no se le ocurrió hacer un acuerdo prenupcial?
¿Por qué confió ciegamente en un desconocido?
Porque justo ahora, eso era lo que era Nicolás: un completo extraño.
A él no le había importado dejarla desamparada en manos del único familiar que le quedaba, el mismo familiar que casualmente era su tía, la persona que más la odiaba.
¿De verdad tan poco la quería?
¿Ese amor que le había profesado en el altar era solo mentira?
—Necesito verlo —solicitó en voz baja.
Las lágrimas no dejaban de salir de sus ojos, pero, aun así, ansiaba comprobar que todo esto no se trataba de un mal sueño y la única manera de poder hacerlo era viéndolo a él, a Nicolás, al hombre que para su mala fortuna seguía amando.
El médico le dedicó una sonrisa cargada de compasión antes de asentir y marcharse para organizar el encuentro.
Regina se mordió el labio inferior, repentinamente consciente de que vería a su marido, o, mejor dicho, a su exmarido, porque ya no estaban casados. Nicolás se había asegurado de eso. Ahora era una mujer soltera, despojada de toda su fortuna y, quien experimentaba un dolor intenso e insoportable en su corazón.
El dolor de la traición.
Y así transcurrieron las horas…
Regina no pudo evitar recordar el día en que conoció a Nicolás.
Un mes después de la muerte de sus padres, se sentía bastante deprimida, así que, aquel muchacho que le sonrió en el parque fue como un pequeño bálsamo para su alma abatida.
No se sentía una persona especialmente afortunada. Su suerte en el amor no había sido muy buena hasta ese momento, hasta ese primer flechazo, el cual vino de unos ojos grises como el cielo, y de un cabello negro que contrastaba enormemente con la luz brillante que le regalaba el sol de esa tarde.
Pero allí estaba él, Nicolás, negándose a ser ignorado, negándose a pasar desapercibido en su vida y dispuesto a poner su mundo de cabeza y no en el buen sentido.
Y justo era lo que había hecho.
Había sido dulce, detallista.
Y ahora…
¿Quién era este hombre y dónde estaba su marido?
Sin duda, este no era el Nicolás que conocía.
Era un impostor.
—¿Qué?
—Lo que escuchas, Regina. No creo que el coma te haya dejado sorda también, ¿o sí? —repuso con frialdad, mirándola fijamente a los ojos—. Te odio. Eso es todo lo que tengo que decir.
Regina no lo podía creer.
¿La odiaba?
¿Por qué?
—¿Desde cuándo? —se atrevió a preguntar, porque sentía un ligero presentimiento de que ese odio no había nacido el día de su accidente, ese odio venía desde hacía mucho tiempo atrás.
—Desde siempre.
—¡¿Y entonces por qué te casaste conmigo?! —explotó finalmente, rebasada ante este nuevo descubrimiento.
—Porque esa era la única manera que tenía para quedarme con tu dinero.

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