Marisol, al otro lado de la línea, se quedó helada ante esa pregunta tan repentina. Su voz tembló.
—Yo... yo, ¿qué podría hacer? Fue ella quien no supo manejarlo, ¿qué tiene que ver conmigo?
—¡No te hagas la inocente! —rugió Federico—. La estuviste provocando una y otra vez, ahora que Ori está muerta, ¿ya quedaste contenta?
—Yo... solo quería que se alejara de ti, ¿cómo iba a saber que reaccionaría así...? —La voz de Marisol dejó entrever un miedo nuevo, nunca antes sentido.
Federico, con el alma hecha trizas, colgó el teléfono sin decir más. Se quedó mirando el ataúd donde yacía “Oriana”. Las lágrimas le corrían sin control, mojándole las mejillas.
Se acercó despacio y, con una ternura infinita, acarició el rostro de “Oriana”.
—Ori, yo fui quien te falló... Yo cometí el error. Por favor, vuelve, aunque sea solo un momento...
Las voces de los invitados, sus murmullos y palabras de consuelo, en ese instante no eran más que un eco lejano, ruidos apagados. Para Federico, solo existía el vacío, el dolor y un arrepentimiento que lo consumía por dentro.
...
El sol de la tarde caía perezoso sobre las calles de un pequeño pueblo suizo. Entre esas callecitas, Esperanza —la mujer que antes fue Oriana— había abierto una cafetería. El aroma del café recién hecho llenaba el local, envolviéndolo todo en una atmósfera cálida.
Esperanza estaba concentrada limpiando tazas, aunque cada tanto miraba por la ventana, como si buscara algo en la distancia o intentara escapar de sus propios pensamientos.
Adolfo Varela, como cada día, entró con una sonrisa.
—Esperanza, ¿cómo va la venta hoy?
Sin perder tiempo, se puso el delantal y empezó a acomodar las cosas para ayudar.
Esperanza forzó una pequeña sonrisa.
—Todo igual que siempre. Gracias por venir tan seguido a echarme la mano.
Adolfo, mientras acomodaba los granos de café, le habló con naturalidad.
—Oye, Esperanza, ¿sabes? Yo creo que eres alguien increíble. A pesar de todo lo que te ha pasado, sigues aquí, sin rendirte.
La mano de Esperanza se detuvo por un segundo. Se rio con amargura.
—¿Increíble? Yo solo intento sobrevivir, eso es todo.
—¿Ya lo sabes todo...?
En sus ojos bailaban el miedo, el enojo y la impotencia.
Adolfo se apresuró a aclarar:
—No quería meterme en tu vida, de verdad. Solo quiero ayudarte. Nunca te he visto reír de verdad, y ahora lo entiendo: después de todo lo que te hicieron, fingir tu muerte fue solo una forma de huir, pero eso no borra el pasado. Volvamos, Oriana. Hagamos que paguen por todo lo que te hicieron.
Esperanza se quedó inmóvil. Volver para tomar revancha… Era un deseo que siempre había tenido, pero también le aterraba.
—Tengo miedo… —susurró—. Me costó mucho encontrar algo de paz. No quiero regresar y volver a caer en el mismo infierno.
Las lágrimas que había contenido durante años, por fin salieron. Todo el dolor y la rabia acumulados explotaron sin remedio.
Adolfo la rodeó con los brazos, apretándola con fuerza.
—No tengas miedo. Yo estoy aquí. Ya no tienes que cargar con esto sola. Pase lo que pase, lo enfrentaremos juntos.

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