Carlos estaba comiendo. Se encontraba sentado al borde de la cama, con la mirada baja, mientras una de las empleadas le daba de comer con paciencia. A su lado, un peluche enorme parecía protegerlo, y el niño, tan pequeño y delgado, casi se perdía al lado de ese muñeco, como si fuera más chico aún.
Dante fue el primero en entrar. La empleada se levantó de inmediato y saludó:
—Señor.
Dante se acercó y echó un vistazo al contenido del plato.
—¿No ha comido mucho?
La empleada respondió con un tono preocupado:
—El niño no tiene apetito. No me atrevo a darle de comer tan rápido. Temo que vuelva a vomitar.
Dante tomó el plato con cuidado.
—Déjame intentarlo yo.
Se sentó al lado de Carlos y le habló con voz suave:
—Carlitos.
Carlos no respondió. Sus ojos no se alejaban de Grecia, que estaba de pie cerca de la puerta.
Dante se giró hacia ella, pensativo, y preguntó:
—¿Por qué no lo intentas tú?
—¿Eh? —Grecia se quedó sorprendida—. ¿Yo?
Aunque nunca había cargado a un niño, pensó que darle de comer no debía ser tan complicado. Así que aceptó el plato.
—Está bien.
Con algo de torpeza, tomó una cucharada y se la acercó a Carlos. El niño, quizá por timidez o porque era muy obediente, abrió la boca y comió sin decir nada.
Apenas le había dado un par de bocados cuando otra empleada apareció en la puerta para avisar:
—La señora mayor le pide que vaya un momento, señor Dante.
Dante asintió.
—Ahorita regreso.
Salió de la habitación, dejando a Grecia a solas con el niño. Fue entonces cuando Carlos habló, con una voz tan frágil que apenas se oía:
—¿Tú eres mi mamá, verdad?
El temblor de la mano de Grecia hizo que la cuchara chocara contra el plato, dejando un sonido metálico que rompió el silencio.
Carlos levantó la mirada hacia ella.
—Te escuché. Ellos decían que tú eres mi mamá, que viniste a salvarme. Dijeron que si tú estabas aquí, yo podría seguir viviendo.
Grecia apretó los labios. No supo qué responder. Todo lo que sentía por ese niño era culpa. Tres años atrás, cuando lo dejó ir, pensó que jamás volverían a cruzarse. Si Carlos hubiera crecido sano, probablemente nunca lo habría visto de nuevo. Sin embargo, ahí estaba, frente a ella, preguntándole con esos ojitos grandes.
—¿Tú me vas a salvar? —insistió Carlos.
Grecia bajó la mirada hacia el plato que sostenía y murmuró, con voz baja y temblorosa:
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