Después de tres años, Grecia regresó una vez más a la casa de la familia Miralles.
La pequeña casa, independiente y rodeada de plantas, tenía la puerta principal abierta. Grecia entró sin dudarlo.-
Marcia Miralles estaba sentada en el sillón, pintándose las uñas de los pies. Al escuchar el ruido, levantó la mirada, pero solo bajó la cabeza para aplicar un poco más de esmalte. Tardó unos segundos en reaccionar y volvió a mirar.
Enseguida levantó la voz:
—¡Mamá, hay alguien en la casa!
Desde la cocina, Adriana estaba limpiando y, al escuchar el grito, salió secándose las manos en el delantal.
—¿Hay alguien? Pero ya es bien tarde...
Antes de terminar la frase, vio a Grecia. Se quedó pasmada y el gesto le cambió de inmediato. Agitó la jerga que traía en la mano.
—¡Vaya, vaya! ¿Quién lo diría? Si no es la señorita de la casa.
Sin darle más importancia, se dio la media vuelta y regresó a la cocina, gritando todavía más fuerte:
—¿Vienes a buscar a tu papá? Anda en una reunión esta noche, quién sabe a qué hora regrese. Si tienes prisa, márcale; si no, pues vente mañana en la mañana.
Siguió murmurando para sí:
—Esto sí es mala suerte. Con razón traía el párpado derecho brincando todo el día...
Grecia miró a Marcia. Ella seguía enfocada en sus uñas, y por alguna razón, se veía contenta, hasta tarareaba una canción bajito.
Grecia no se anduvo con rodeos:
—Hace tres años, cuando le entregaron al niño a la familia Encinas, ¿recibieron dinero?
Marcia se quedó congelada. Desde la cocina, Adriana guardó silencio de golpe.
Grecia continuó, sin bajar la voz:
—Al principio me rogaron que tuviera al niño, luego me dijeron que con ellos iba a estar mejor. Desde el principio, todas esas historias de que lo hacían por el bien del niño... Pura mentira. Lo que querían era venderlo al mejor postor, ¿a poco no?
Adriana seguía hablando, pero sus palabras ya no le llegaban a Grecia.
Cada paso que daba hacia Adriana era más pesado, más decidido.
Adriana, al verla tan cerca, levantó la mano para picarle la frente, como siempre hacía cuando quería humillarla. Le gustaba dejarle marcas con las uñas mientras la insultaba.
Pero esta vez, Grecia no se dejó. Le atrapó los dedos y, sin dudarlo, se los dobló con fuerza.
El grito de Adriana llenó la casa.
Marcia, que seguía con las uñas a medio pintar, tiró todo y corrió descalza.
—¡Grecia, te pasaste! ¡Suelta a mi mamá!
Grecia agarró la jerga y se la metió a Adriana en la boca, empujándola a un lado con un solo movimiento.
Sin pensarlo, le dio una bofetada a Marcia, que venía directo hacia ella...

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