Montserrat y Jesús tuvieron un hijo y una hija.
Israel era el noveno no porque fuera el noveno hijo de sus padres, sino porque ocupaba ese lugar entre todos los primos del gran clan Ayala.
Durante el parto de su primera hija, Montserrat sufrió complicaciones que la dejaron con secuelas. Los médicos le diagnosticaron infertilidad. Sin embargo, para su sorpresa, a los 45 años quedó embarazada de nuevo.
La llegada de un hijo a una edad avanzada llenó de alegría a la pareja, que lo crió como a un tesoro. Israel no los decepcionó. A pesar de haber nacido en cuna de oro, no desarrolló el carácter arrogante y disoluto de otros herederos. No solo era un joven brillante, sino que poseía un extraordinario talento para los negocios.
La única preocupación de Montserrat era que su hijo, tan excepcional, fuera un firme detractor del matrimonio.
Era la matriarca de la familia Ayala, sí.
Pero también era una madre como cualquier otra.
Deseaba que su hijo, como todo el mundo, se casara, tuviera hijos, y que ella pudiera convertirse en abuela y disfrutar de su familia.
Dicho esto, Montserrat continuó:
—Y aunque no te cases, ¡al menos podrías tener una novia! ¡Inténtalo, aunque sea!
—No me interesa tener novia. Además, si no pienso casarme, ¿para qué voy a ilusionar a nadie?
—Entonces, ¿qué te interesa? —Montserrat sentía que el pecho se le oprimía.
Israel respondió con naturalidad:
—Ganar dinero.
Montserrat frunció el ceño y dijo, enfadada:
—¡Pues entonces cásate con el dinero!
Israel asintió levemente.
—Esa es mi idea.
Montserrat apretó los dientes, con ganas de estampar a su hijo contra el suelo.
Y para colmo, el culpable actuaba como si nada, ofreciéndole una manzana.
—Toma una manzana.
—¡Toma un cuerno! —Montserrat le dio un manotazo a la manzana.


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