Algún día, Israel se fijaría en ella y se enamoraría de ella.
Solo cuando las luces traseras del lujoso carro desaparecieron por completo de su vista, Beatriz apartó la mirada, sacó un premio en tubo de su bolso y comenzó a buscar a Blanqui.
Si no podía conquistar a Israel, por lo menos se ganaría a su gato.
Lástima.
No solo Israel era muy distante, sino que hasta el gato que criaba era excepcionalmente arisco. Beatriz le había comprado todo tipo de latas y premios, pero hasta la fecha no había logrado que Blanqui comiera de su mano.
Cada vez que Blanqui la veía, salía corriendo.
Sin embargo, esta vez Beatriz estaba muy segura de sí misma.
Un amigo que tenía gatos le había recomendado ese premio en tubo; según él, ningún gato podía resistirse a su sabor.
Pronto.
Beatriz vio a Blanqui en la esquina de unos arbustos.
—¡Blanqui, ven aquí! —Beatriz abrió el empaque del premio de inmediato.
El olfato de Blanqui era muy agudo, y al instante percibió el tentador aroma.
—Miau, miau, miau.
Sin darse cuenta, se dirigió hacia Beatriz.
Al ver que Blanqui le respondía y se acercaba, Beatriz se emocionó mucho.
—¡Ven, Blanqui, aquí tu tía tiene un premio delicioso para ti!
Viendo que estaba a punto de poder tocar a Blanqui, la sonrisa en el rostro de Beatriz se hizo más grande.
Para ella, esto era un buen comienzo.
Una vez que se ganara a Blanqui.
No estaría lejos de ganarse a Israel.
Al ver que Blanqui estaba a punto de comer el premio y que ella estaba a punto de acariciarlo, el corazón de Beatriz latió a toda prisa. Con mucho cuidado, extendió la mano.
—¡Miau!
En ese momento, Blanqui pareció darse cuenta de algo. «¡Patitas, para qué las quiero!».
Era evidente que la mente de Blanqui reaccionaba rápido, y sus patas también.
En apenas unos segundos.
¡Ya estaba lejos!
Beatriz miró el premio intacto y suspiró con resignación.
***
Por otro lado.
Hoy hacía buen tiempo y, como las clases estaban a punto de empezar, Úrsula decidió ir al cine con Dominika.
Para salir con una amiga, claro que había que arreglarse.
Así que.
Hoy llevaba un vestido blanco.
Se había recogido el pelo en un chongo alto, dejando al descubierto su hermosa y elegante clavícula.
Rara vez usaba vestidos, y al verla así, parecía un ángel caído del cielo. Úrsula estaba de buen humor, y llegó a la salida del fraccionamiento tarareando una vieja canción, lista para tomar un taxi.
Úrsula no daba crédito.
«¿Qué?».
—Santiago, ¿estás enfermo? Ya te dije que no me voy a volver a casar contigo. ¡Ya no me interesas! ¿Podrías dejar de hacerte ideas? Si no te ha quedado claro, te lo puedo escribir y pegarlo en tu tumba.
—¡Úrsula, te advierto que la paciencia de la gente tiene un límite! —Santiago no pudo más, se bajó del carro y se acercó a ella—. ¿No me digas que ahora quieres que nos casemos de nuevo y que además me enamore de ti? ¡Te digo que es imposible! La única persona a la que amo es a Cami. Aceptar casarme de nuevo ya es mi mayor concesión. Ese lugar en mi corazón siempre le pertenecerá a ella.
—Ahora mismo te vienes conmigo al Grupo Ríos, es fundamental que consigamos el Premio Illumina de este año. Además, Cami es una mujer generosa, no le importa tu existencia, pero de ahora en adelante tienes prohibido volver a molestarla.
—Ah, por cierto, escuché que ahora eres la accionista mayoritaria de AlphaPlay Studios. Ya tengo listos los papeles de la compra. Si quieres que nos casemos, ven conmigo ahora mismo y firma el acuerdo. ¡No te atrevas a desear lo que no te pertenece!
Al escuchar esas declaraciones tan narcisistas y ridículas, Úrsula se quedó pasmada.
Era la primera vez que veía a alguien tan engreído como Santiago, sin el más mínimo límite.
Era asqueroso.
Como una mosca.
¡Imposible de espantar!
¡Chirrido!
Otro frenazo.
Luego, la puerta del carro se abrió y una figura alta y esbelta salió del asiento trasero. El hombre vestía un traje de alta costura hecho a mano que valía una fortuna, y todo su ser emanaba un aura de autocontrol, frialdad y poder que intimidaba a cualquiera.
El aire se llenó de una presión abrumadora. Incluso Santiago se vio obligado a retroceder varios pasos y, en comparación con la imponente presencia del hombre, parecía un simple guardaespaldas, completamente insignificante.
El hombre caminó directamente hacia Úrsula, le tomó la muñeca y, con un suave tirón, la atrajo hacia su pecho. Apoyó su afilada mandíbula sobre la cabeza de ella y, con una voz profunda y magnética resonando sobre ella, comenzó a declarar su dominio:
—Perdóname, Úrsula. Llegué tarde.

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