Vanesa entrecerró los ojos.
—¿Será que es la amante de alguien?
Después de todo, ¡Úrsula tenía una cara bonita!
Y no una cara bonita cualquiera.
Según sabía Vanesa, en Villa Castillana vivían bastantes amantes mantenidas.
Virginia negó con la cabeza.
—No creo que nadie quiera mantener a una mujer divorciada y de segunda mano, ¿o sí?
Al oír esto, los ojos de Vanesa se llenaron de desprecio.
—¿Estuvo casada?
—Sí.
La mirada de Vanesa se volvió aún más despectiva.
Así que era una mujer divorciada.
Virginia tenía razón.
Las mujeres divorciadas son las que menos valen; ni aunque se ofrecieran gratis las querrían.
—Señoritas, por favor, permítanme pasar —dijo una voz a su lado en ese momento.
Vanesa se apartó de inmediato.
Un anciano con un chaleco amarillo recogió con unas pinzas la basura que estaba a los pies de Vanesa.
El anciano recogió la basura y se fue.
Vanesa ni siquiera le vio la cara.
Pero Virginia, al ver la espalda del anciano, soltó una carcajada.
—Virgi, ¿de qué te ríes? —preguntó Vanesa, confundida—. ¿Acaso también conoces a ese señor de la limpieza?
Al oír a Vanesa, Fabián se dio la vuelta y miró a Virginia.
Su expresión era indescifrable.
Virginia se apresuró a deslindarse, como si temiera que la relacionaran con un simple trabajador de limpieza como Fabián.
—¡No lo conozco! ¡Cómo crees que voy a conocer a gente así! Él y yo no somos de la misma clase.
El último rayo de esperanza en los ojos de Fabián se desvaneció.
Lo sabía.
No debería haber esperado nada de una malagradecida.
¿Y qué si tenían un lazo de sangre?
***
Úrsula no se acordó de abrir los regalos que Israel le había dado la noche anterior hasta que llegó a casa.
No sabía mucho de marcas de lujo; las bolsas que usaba normalmente las compraba sin pensar. Pero al ver que Israel le había regalado diez bolsas de una sola vez, se sorprendió un poco. Además, por el empaque, se notaba que no eran baratas.
En el vestidor del dormitorio del tercer piso había un armario especial para bolsas, así que Úrsula subió todas las bolsas y las guardó allí.
Después de guardar las bolsas, Úrsula se dio cuenta de que, en el fondo, también había un estuche de labiales.
En total, eran más de sesenta.
La gama de colores iba de los más oscuros a los más claros, muy completa.
Justo en ese momento, sonó el timbre de la puerta.
Ding, dong, ding, dong.
—¡Ya voy, ya voy!
Úrsula bajó corriendo a abrir.
—¡Tarán!
Apenas abrió la puerta, lo primero que vio fue un ramo de flores.
***

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