Lo más curioso de todo era que ahora, cada vez que Israel se subía al carro, ponía ópera de inmediato. No solo la escuchaba, a veces hasta se animaba a tararear un par de frases.
Entre más lo pensaba Esteban, más conmovido se sentía.
Puede que fuera una tontería, algo sin importancia, pero viniendo de su tío, que siempre había sido un hombre terco y difícil de complacer, ese pequeño gesto tenía un valor incalculable.
Para él, no cabía duda: en el corazón de su tío, no había nadie más importante que él.
Nadie podría reemplazarlo jamás.
—Te estás pasando de egocéntrico —le soltó Vicente con tono resignado—. ¿Y si al señor Ayala le gusta la ópera por alguien más, y no por ti?
Esteban bufó con desdén.
—¿Por quién más sería? ¿Por ti acaso?
Vicente entornó los ojos, con una sonrisita.
—¿Y si es porque la persona que le gusta a tu tío ama la ópera? Ya sabes, uno termina encariñándose con todo lo que le gusta a la persona que ama. Cuando uno está enamorado, se rinde sin condiciones.
Para Vicente, todo indicaba que Israel estaba completamente flechado.
Esteban soltó una carcajada escandalosa.
—¡Vicente, deberías escribir novelas! Con esa imaginación, los negocios te quedan chicos. Ya te dije, mi tío es de los que nunca se casan, ¿entiendes? ¿Tú crees que alguien así va a empezar a escuchar ópera solo porque una chica se lo pidió?
Vicente lo miró de reojo, analizándolo.
—¿No será que el señor Ayala es de esos que parecen muy reservados, pero por dentro son puro fuego? Hay quienes presumen de no querer casarse, pero ya están bien clavados y nadie se da cuenta. A lo mejor tú eres el último en enterarte.
La teoría de Vicente tenía sentido, pero para Esteban no era más que una locura.
—¿Enamorado? Eso sí que no lo creo. En todos estos años, nunca he visto a mi tío tras nadie.
Reina Úrsula era una mujer muy guapa, casi nadie podía negarlo.
Y aun así, su tío, frente a Úrsula Méndez, siempre se mantenía impasible, como si nada lo moviera.
Alguien que ni siquiera regalaba un detalle en el cumpleaños de una chica, ¿cómo iba a rebajarse a cortejarla?
¡Imposible!
¡Eso jamás iba a pasar!
Vicente insistió:
—Que nunca lo haya hecho antes no significa que ahora no lo esté intentando. Yo te digo, ese de la bici era el señor Ayala, no tengo duda.
—Mira, prefiero creer que era mi papá antes de pensar que era mi tío. Vicente, de verdad tienes que irte a checar la vista.
...
Mientras tanto.
En su oficina, César Arrieta hojeaba unos papeles cuando, de pronto, estornudó sin aviso.
—¡Achú!
Frunció la nariz, extrañado.
—¿Quién estará pensando en mí?
Se le vino a la mente Julia Ayala.
Sin pensarlo más, sacó su celular y llamó.
—¿Hola, Julia~?
...
Vicente, molesto por los comentarios de Esteban sobre su vista, de repente tuvo una idea y lo miró de lado.


Verifica el captcha para leer el contenido
Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: La Cenicienta Guerrera