Al escuchar las palabras del doctor, los corazones de Antonella y Leandro Blanco se hicieron pedazos.
Antonella se dejó caer al suelo, sintiendo un dolor tan intenso que el aire le faltaba.
No podía ni imaginarse cuánto había sufrido su hijo antes de morir.
Seguro que debió de sentirse terrible, ¿no? Él había estado tan mal...
Recordó cómo Aarón golpeaba desesperado la puerta del estudio, suplicándole que la abriera, pidiéndole que lo llevara al hospital.
Y ella, en vez de ayudarlo, le había cerrado la puerta en la cara, sin dudarlo.
Peor aún, lo acusó de fingir.
—¡Ah!— Un grito ahogado escapó de la garganta de Antonella, sumida en una angustia tan profunda que sentía cómo se le apretaba el pecho.—¡Aarón, Aarón! ¡Perdóname! ¡Esto es culpa mía, hijo, todo es por mi culpa!
Habían llegado a un punto sin retorno. Antonella, ahora sí, estaba arrepentida.
Se reprochaba haber sido tan dura con su hijo.
Se arrepentía aún más por haberlo acusado de fingir, por no haberlo llevado al hospital desde el principio.
De repente, Leandro Blanco se abalanzó sobre ella, furioso, y la sujetó del cuello de la blusa.
—¡Antonella! ¡Devuélveme a mi hijo! ¡Devuélvelo! ¿Por qué no fuiste tú la que murió? ¡¿Por qué tuvo que ser Aarón?! ¡Él era inocente! ¡La que debería morir eres tú!
En ese momento, Leandro sentía que la que debía haber muerto era Antonella, no su pequeño.
Pero Antonella no se defendía. Dejó que Leandro la zarandeara, sin hacer nada.
Al ver que Leandro perdía el control, el doctor y una enfermera intervinieron de inmediato para separarlo.
La enfermera, visiblemente molesta, le dijo:
—Señor, entiendo el dolor que está sintiendo, pero el niño no era solo responsabilidad de la señora, ¿no cree? ¿Por qué descarga toda su rabia solo en ella?
Leandro, aún sacudido por la rabia, señaló a Antonella con el dedo tembloroso.
—¿Saben lo que hizo esta mujer? ¡No tienen idea! Mi hijo llevaba días diciendo que se sentía mal, que le dolía la cabeza. Le rogó a esta mujer que lo trajera al hospital, ¡pero ella no quiso! No solo no lo trajo, ¡ni siquiera me dejó a mí traerlo! Decía que Aarón solo estaba fingiendo.
—¡Pobre Aarón, si apenas tenía diez años! ¿Cómo va a fingir un niño de esa edad?
—¡Las pastillas para el corazón! ¡Sí, las pastillas! Doctor, por favor, intente salvarlo otra vez. ¡Mi hijo ha estado tomando esas pastillas últimamente, seguro todavía hay esperanza!
Eran las pastillas que el Doctor X le había recetado personalmente.
El doctor negó con la cabeza.
—No sirve. Esas pastillas solo ayudan a aliviar los síntomas, pero no pueden curar una condición como la de su hijo. Díganme, ¿solamente tienen a este niño?
Entre sollozos, Antonella contestó:
—Tenemos dos hijas más.
El doctor se disponía a añadir algo, pero Antonella lo interrumpió, llorando aún más fuerte:
—¡Pero las hijas no sirven de nada! ¡Las niñas crecen y se casan! Cuando una hija se casa, deja de pertenecer a la familia. ¡Solo los hijos pueden heredar el negocio!
En la mente de Antonella, las hijas valían menos que nada.
Si Aarón era para ella tan indispensable como el agua en medio del desierto, las hijas ni siquiera contaban, como si ni para adornar sirvieran.

Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: La Cenicienta Guerrera