Si no fuera por eso, Antonella jamás habría mandado a sus dos hijas menores de edad a estudiar al extranjero.
Además, después de dar a luz a dos hijas seguidas, Antonella volvió a embarazarse. Pero cuando fue a hacerse el ultrasonido a los cinco meses, resultó que también era niña. Para evitar tener otra hija, Antonella abortó tres veces seguidas.
No fue sino hasta el sexto embarazo que por fin logró tener un hijo varón.
Para Antonella, su hijo era su razón de vivir.
Por eso mismo, Antonella era tan estricta con él.
Temía que, después de tanto sacrificio, su hijo creciera para no ser nadie en la vida. Le aterraba que él no cumpliera con las expectativas que había depositado en él.
Ella soñaba con que su hijo fuera alguien importante.
Pero ni en sus peores pesadillas imaginó que, algún día, perdería a su hijo justo por la manera en que lo había criado.
Al escuchar las palabras de Antonella, médicos y enfermeras se quedaron como estatuas.
¿Eso era lo que debía decir una madre?
¿De verdad había dicho: “¿Para qué sirven las hijas?”?
Estamos en pleno siglo XXI, ¿cómo es posible que todavía haya quien prefiera tanto a los hijos varones?
Nadie podía entenderlo.
En ese momento, Antonella cayó de rodillas frente a los doctores, suplicando:
—¡Doctor, se lo ruego, se lo suplico! ¡Salve a mi hijo! ¡Mi esposo y yo solo tenemos a este hijo! ¡Él es nuestra vida! ¡No podemos quedarnos sin él!
Antonella, como si no sintiera dolor alguno, golpeaba su frente contra el piso una y otra vez —¡pum, pum!—.
Los doctores se apresuraron a levantarla.
—Señora Blanco, por favor, no haga esto. De verdad, hemos hecho todo lo posible. Le pido que sea fuerte.

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