Alejandra no podía creer lo que estaba viendo. Sentía que sus ojos la engañaban.
¡Renato Estévez!
¡Nada menos que Renato Estévez!
Incluso Luna se quedó pasmada, y preguntó sin atreverse a creérselo:
—Ale, ¿de qué señor Estévez estás hablando exactamente?
Sabía muy bien que en el país había muy pocos que se ganaran el título de señor Estévez.
Pero, al igual que Alejandra, le costaba aceptar que esto fuera posible.
Y no era para menos.
Porque el señor Estévez era inalcanzable.
En Granada del Mar, un empresario famoso había ofrecido cien millones de pesos solo para que el señor Estévez le pusiera el nombre a su hijo recién nacido, y aun así, el señor Estévez no aceptó.
Pero ahora…
¡Su propia hija le decía que el señor Estévez la había seguido en redes sociales!
Alejandra continuó:
—Es el gran maestro de la caligrafía, Renato Estévez, el mismísimo señor Estévez. Mamá, en la sala de la casa todavía tenemos colgado un cuadro suyo.
Marcela, quien siempre había admirado la destreza de Renato Estévez con el pincel, había pagado cuarenta millones de pesos en una subasta por una de sus obras.
Solo eran unas palabras.
“Bondad suprema como el agua.”
Por eso se decía que cada letra de Renato Estévez valía su peso en oro.
Si Marcela se enteraba de que su ídolo ahora llamaba a su hija “pequeña salvadora” y hasta la seguía en redes, seguro le daba un infarto de la emoción.
Al fin y al cabo, ni su nieta consentida, Úrsula, podría lograr algo así.
En todo Mareterra, probablemente solo Alejandra tenía semejante honor.
Con ese pensamiento, el orgullo se le notaba en la cara a Alejandra.
Úrsula ni soñando podría compararse.
Ni siquiera le llegaba al dedo chiquito del pie.
Luna preguntó enseguida:
—Ale, ¿no será una cuenta falsa del señor Estévez la que te sigue?
Ahora abundaban las cuentas falsas y perfiles raros en internet.
Alejandra soltó una risita y respondió:

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