Nicolás Ríos era el único nieto de Octavio. Desde que se graduó de la universidad, se la pasaba deambulando sin rumbo, todo lo contrario a Santiago, quien destacaba a simple vista.
Al escuchar las palabras de Yolanda, el semblante de Octavio cambió de inmediato. ¿Ahora quería que Nicolás se casara con la mujer que Santiago desechó?-
¿Qué pretendía Yolanda con eso?
—Bueno, bueno, si ya ustedes dos, madre e hijo, tomaron su decisión, entonces este viejo no será el que venga a estorbar —dijo Octavio, mirando fijamente a Santiago. Su tono se volvió solemne—: Santi, solo espero que no vayas a arrepentirte después.
¿Arrepentirse?
Santiago apenas disimuló su desdén, sus ojos llenos de desprecio.
Divorciarse de alguien como Úrsula era motivo de celebración, no de pesar. Además, en sus manos tenía una propuesta brillante.
Si lograba que Grupo Ayala firmara ese proyecto, San Albero terminaría siendo el terreno de la familia Ríos.
...
Ya era de madrugada.
Con la mochila al hombro, Úrsula avanzaba por una calle desierta. Sacó su celular del bolsillo para pedir un carro por aplicación cuando, de pronto, escuchó unos gritos apagados pidiendo ayuda.
—¡Auxilio!
—¡Por favor, ayúdenme!
...
Úrsula aguzó el oído, identificó el origen de los gritos y corrió hacia allá.
Al llegar a una oscura y estrecha calle, encontró a varios maleantes rodeando a una chica. La ropa de la joven estaba desgarrada, dejando la piel expuesta bajo la luz del farol, una escena que dolía mirar.
—¡Suéltenla! —gritó Úrsula, su voz llena de furia.
La muchacha, desesperada, alzó la mirada.
Frente a ella apareció una figura delgada. Úrsula llevaba gorra, de pie bajo la luz, parecía una heroína. No se le veía el rostro, pero en ese instante fue como un milagro.
—Ayúdame... ¡por favor! —dijo la chica, aferrándose a la esperanza.
En ese momento, los maleantes se voltearon. Al ver que la recién llegada también era mujer, uno de ellos, el de los tatuajes, sonrió con morbo.
—Miren nada más, otra que viene solita. Esta noche sí nos tocó fiesta, muchachos.
Los demás rieron con malas intenciones.
—Déjala en paz —exigió Úrsula, sin titubear.
El tatuado, con una mirada asquerosa, replicó:
—¿Y si no queremos? —Mientras hablaba, manoseó a la chica con descaro.
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