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La Cenicienta Guerrera romance Capítulo 4

Nicolás Ríos era el único nieto de Octavio. Desde que se graduó de la universidad, se la pasaba deambulando sin rumbo, todo lo contrario a Santiago, quien destacaba a simple vista.

Al escuchar las palabras de Yolanda, el semblante de Octavio cambió de inmediato. ¿Ahora quería que Nicolás se casara con la mujer que Santiago desechó?-

¿Qué pretendía Yolanda con eso?

—Bueno, bueno, si ya ustedes dos, madre e hijo, tomaron su decisión, entonces este viejo no será el que venga a estorbar —dijo Octavio, mirando fijamente a Santiago. Su tono se volvió solemne—: Santi, solo espero que no vayas a arrepentirte después.

¿Arrepentirse?

Santiago apenas disimuló su desdén, sus ojos llenos de desprecio.

Divorciarse de alguien como Úrsula era motivo de celebración, no de pesar. Además, en sus manos tenía una propuesta brillante.

Si lograba que Grupo Ayala firmara ese proyecto, San Albero terminaría siendo el terreno de la familia Ríos.

...

Ya era de madrugada.

Con la mochila al hombro, Úrsula avanzaba por una calle desierta. Sacó su celular del bolsillo para pedir un carro por aplicación cuando, de pronto, escuchó unos gritos apagados pidiendo ayuda.

—¡Auxilio!

—¡Por favor, ayúdenme!

...

Úrsula aguzó el oído, identificó el origen de los gritos y corrió hacia allá.

Al llegar a una oscura y estrecha calle, encontró a varios maleantes rodeando a una chica. La ropa de la joven estaba desgarrada, dejando la piel expuesta bajo la luz del farol, una escena que dolía mirar.

—¡Suéltenla! —gritó Úrsula, su voz llena de furia.

La muchacha, desesperada, alzó la mirada.

Frente a ella apareció una figura delgada. Úrsula llevaba gorra, de pie bajo la luz, parecía una heroína. No se le veía el rostro, pero en ese instante fue como un milagro.

—Ayúdame... ¡por favor! —dijo la chica, aferrándose a la esperanza.

En ese momento, los maleantes se voltearon. Al ver que la recién llegada también era mujer, uno de ellos, el de los tatuajes, sonrió con morbo.

—Miren nada más, otra que viene solita. Esta noche sí nos tocó fiesta, muchachos.

Los demás rieron con malas intenciones.

—Déjala en paz —exigió Úrsula, sin titubear.

El tatuado, con una mirada asquerosa, replicó:

—¿Y si no queremos? —Mientras hablaba, manoseó a la chica con descaro.

—¡Pum!

El último de los maleantes cayó al suelo. El hombre se sacudió las manos, sacando un pañuelo del bolsillo de su pantalón para limpiarse. La luz de la luna recortaba sus facciones, dándole un aire aún más distinguido.

Levantó la mirada y, con una voz profunda y magnética, habló mirando a Úrsula.

—Nada mal, tus movimientos.

Úrsula lo miró directo a los ojos.

Y, de pronto, se encontró con una mirada oscura y penetrante.

Aquel hombre tenía una belleza serena y sobria, el porte de quien ha vivido mucho y lo ha perdido todo, más frío que la misma luna.

Por un momento, ambos se mantuvieron en silencio, midiéndose.

La mirada de él era como la de un felino agazapado, listo para atacar en cualquier momento, llena de peligro, pero Úrsula no se echó atrás. Lo miró con naturalidad y le respondió con voz suave:

—Tú tampoco lo haces mal.

¿No le tenía miedo?

Por un instante, el hombre se quedó sorprendido.

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