Fiona, a lo largo de los años, había apoyado a Miguel Chávez de muchas maneras, tanto directa como indirectamente. La casa y el carro, ella se los había conseguido. Incluso las colegiaturas de los niños las pagaba ella.
—¡Qué cosas dices, hijo! —le regañó Fiona con cariño—. Somos familia, no tienes que agradecerme nada. —Suspiró de nuevo—. Tu madre lleva tantos años desaparecida, sin dar señales de vida… Para mí, tú eres como mi propio hijo. Es normal que te cuide.
Justo en ese momento, Josefina salió del baño. Al ver a Fiona, se acercó y le tomó la mano.
—¡Tía, qué bueno que ya llegó! El otro día, Paulo estaba preguntando por su tía abuela.
—Hace mucho que no lo veo —dijo Fiona, sonriendo—. Seguro que ha crecido, ¿verdad?
—Sí, ya mide un metro treinta. —Josefina tomó el carrito de equipaje de las manos de Fiona—. Tía, déjeme ayudarle con esto.
Aunque a Josefina le parecía un poco extraña la excesiva generosidad de esa tía con ellos, Fiona era, al fin y al cabo, su fuente de ingresos. Por eso, cada vez que la veía, se mostraba especialmente atenta. No importaba si sus intenciones eran otras; mientras el dinero que les daba fuera real, todo estaba bien.
Entre risas y pláticas, llegaron al estacionamiento del aeropuerto. Media hora después, estaban en el fraccionamiento donde vivía Miguel Chávez. Fiona les había traído muchos regalos y, además, le entregó una tarjeta bancaria a Josefina.
—Josefina, querida —dijo con tono serio—, es posible que pronto tenga que irme a otra ciudad. Cuida bien de los niños. No te preocupes por el dinero; si pierdes el trabajo, no importa. Y si tienes cualquier problema, no dudes en llamarme.
—Gracias, tía.
—De nada. —Aunque Fiona sonreía, una extraña inquietud la invadía. No sabía por qué, pero sentía que algo importante estaba a punto de suceder.

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