Luna estaba eufórica. Sus ojos brillaban de alegría, y cualquiera que la viera pensaría que estaba feliz por la recuperación de Álvaro. La realidad, sin embargo, era que celebraba su inminente muerte. Llevaba demasiados años esperando ese día.
—Por supuesto, señorita Luna —respondió Oliver con una reverencia.
Luna subió las escaleras a toda prisa. Viendo su espalda, Oliver sacó su celular y le envió un mensaje a Marcela.
[La señorita Luna se puso muy contenta al saber que el amo está por despertar.]
En la mansión Solano, Marcela respiró aliviada al leer el mensaje. Sabía que su hija no podía ser la mente maestra detrás de todo. Si de verdad quisiera ver a su hermano muerto, la noticia de su recuperación la habría llenado de pánico, no de alegría.
«Menos mal», pensó. Lo que más temía era una traición entre hermanos.
Dejó el celular y se volvió hacia Samuela.
—Pronto despertará Álvaro —dijo con una sonrisa—. Samuela, ¿qué ropa crees que debería ponerme?
Aunque se veían a diario, en cierto modo, llevaban veinte años sin encontrarse de verdad. Quería que su hijo, al abrir los ojos, viera a su madre en su mejor versión.
—La que lleva puesta le queda muy bien —respondió Samuela.
Marcela vestía un elegante vestido de seda en un tono rojo ladrillo que resaltaba su figura. Se miró al espejo y negó con la cabeza.
—Quizás es un rojo demasiado intenso.
—¿Y qué tal el conjunto de estilo oriental que le compró la señorita Úrsula? —sugirió Samuela.
Úrsula tenía un gusto excelente; la ropa que elegía no solo era bonita, sino también cómoda. A Marcela se le iluminó el rostro.
—¡Claro, ese es perfecto!
Se dirigió al vestidor. Se cambió al conjunto que le había comprado Úrsula y se puso los zapatos que su nieta también había elegido para ella.
...
Mientras tanto, Luna llegó al piso de arriba. La puerta de la habitación de Alejandra estaba cerrada. Tocó.
—¿Quién? ¿Qué pasa? —se oyó la voz somnolienta de Alejandra desde adentro.
—Soy yo, Ale.
—Pasa, mamá.
Luna entró y encontró a Alejandra sentada en la cama, con el pelo revuelto.
—Ale, ¿por qué duermes a estas horas? —frunció el ceño.
El rostro de Alejandra se ensombreció.
—¿Y qué más puedo hacer?

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