—¡Pero mírate ahora! No solo no le agradeces, ¡sino que lo odias! ¿¡Con qué derecho lo odias!?
Álvaro se convirtió en el jefe de la familia Solano porque se lo ganó, porque tenía la capacidad. Pero Marcela nunca imaginó que Luna lo odiaría por eso durante tantos años. Sentía que había sido demasiado buena con su hija y su familia. Les había creado un fideicomiso, les había comprado carros de lujo y mansiones. Antes de que Alejandra cometiera sus errores, incluso vivían en la mansión principal. Ahora se daba cuenta: había sido tan generosa que había alimentado la ambición desmedida de Luna hasta convertirla en un monstruo.
—¡La culpa de esa inversión fallida no fue mía! ¡Fue de ese inútil de Enrique Garza! —gritó Luna, echándole toda la culpa a su esposo—. Y aunque hubiera fallado, ¿¡qué!? ¿Acaso dejo de ser tu hija? ¡El Grupo Solano es de la familia! ¡Mientras yo sea tu hija, me corresponde la mitad! ¡No tenías por qué dejar que Álvaro se lo quedara todo! ¡No es justo! ¡No es justo para mí!
Al ver el rostro desfigurado por la rabia de Luna, el corazón de Marcela se encogió. No entendía en qué momento la hija que había traído al mundo se había convertido en eso.
—Eres un monstruo. ¡Un monstruo sin alma! —sollozó Marcela—. Has sacrificado los lazos de sangre por pura codicia. Luna, no eres digna de llevar el apellido Solano. A partir de hoy, ¡ya no tengo hija! ¡Pagarás por lo que has hecho! ¡Pasarás el resto de tu vida en la cárcel, expiando el daño que le hiciste a la familia de Álvaro!
Se giró hacia su hijo.
—Álvaro, perdóname. Fui yo la que te falló. Yo les fallé a los tres.
Si no hubiera sido tan indulgente con su hija, las cosas no habrían llegado a este punto. El arrepentimiento la consumía. Aunque su hijo y su nieta estaban a salvo, pensar en su nuera, cuyo paradero seguía siendo un misterio, le partía el corazón. Su hijo tenía una familia feliz, y ahora estaba rota.
Al oír que Marcela iba a renegar de ella y a mandarla a la cárcel, Luna entró en pánico. Se desplomó en el suelo y se arrastró hasta los pies de su madre.
—¡Mamá! ¡Mamá, soy tu hija! —lloró—. ¡Sé que me equivoqué! Por favor, por todos los años que te he cuidado, dame una oportunidad. ¡Una oportunidad para redimirme! ¡Puedo ser la esclava de Álvaro, pero por favor, no me mandes a la cárcel!
Mientras no pisara la cárcel, aún había esperanza. Pero si la encerraban, su vida estaría acabada. Conocía a Marcela. Era blanda. Si lloraba y se hacía la víctima, la perdonaría. Al fin y al cabo, ni Álvaro ni Úrsula estaban muertos.
Pero, para su sorpresa, Marcela la apartó de una patada.



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