La luz de la luna entraba por la ventana, bañando el perfil de Israel con un resplandor suave, casi etéreo.
Sus labios se mantenían apretados, transmitiendo una presencia tan imponente que a cualquiera le costaba incluso respirar. El ambiente se volvía tenso, como si el aire pesara el doble. Aunque Esteban era su propio sobrino, en ese instante ni siquiera se atrevía a decir una palabra más. Instintivamente, bajó la cabeza y adoptó un tono sumamente respetuoso.
—Está bien, tío, enseguida mando a alguien para investigar esto.
Esteban siempre había admirado a las personas con talento. Sobre todo a jóvenes con potencial, como Santiago. Pero si su tío quería llegar al fondo del asunto, pues ni modo, que lo haga.
Al final, el oro de verdad no teme ni al fuego. Esteban confiaba en que Santiago no lo defraudaría. Tarde o temprano, su tío se daría cuenta de que estaba exagerando, y en ese momento, él sería quien lo pondría en su lugar. Solo de imaginarlo, sentía una emoción contenida.
Israel parecía alguien que caminaba por las nubes, inalcanzable y casi sagrado. Durante todos estos años, nadie había logrado jamás dejarlo en ridículo. Pero él, Esteban, estaba seguro de que sería el primero.
¡Eso sí que sería un logro!
...
En otro lado de la ciudad, Úrsula regresaba a la casa que recordaba de su infancia.
Se trataba de un edificio común en San Albero, uno de esos barrios donde la vida transcurría tranquila. Desde que el abuelo Fabián Méndez la adoptó, habían vivido ahí rentando un departamento modesto.
Úrsula subió en el ascensor hasta el octavo piso y tocó la puerta.
—Toc, toc, toc—
Tardaron alrededor de un minuto en abrirle. Finalmente, frente a ella apareció un señor de poco más de sesenta años, con una expresión amable y cálida. Al verla en la puerta, primero se quedó pasmado, luego preguntó con una voz temblorosa, como si no creyera lo que veía.
—...¿Úrsula? ¿Por qué volviste tan tarde?
Fabián se quedó en shock. Desde que Úrsula entró a la familia Ríos, había empezado a cambiar, a avergonzarse de sus orígenes humildes y a evitarlo en público. Incluso había dejado de visitarlo.
Pero ahora, al sentir la calidez de su mano, Fabián no pudo evitar que se le humedecieran los ojos.
—Claro, claro, pasa, mi niña. Ahorita mismo te hago tus tallarines.
En todo el tiempo que Úrsula llevaba casada con Santiago, había vuelto a casa menos de tres veces. En el trabajo, todos los compañeros de Fabián decían que su nieta era una malagradecida.
Pero en ese momento, Fabián sentía ganas de gritarle a todo el barrio que su nieta había regresado a verlo.
Antes de entrar a la cocina, Fabián encendió el aire acondicionado de la sala. Un gesto pequeño, pero que tocó profundamente a Úrsula. La gente de antes era muy ahorrativa, incluso en noches de verano cuando el calor llegaba a los 38 grados, rara vez encendían el aire. Pero para su nieta, él estaba dispuesto a darle lo mejor.
Úrsula se sentó en el sofá y miró a su alrededor. El departamento era pequeño, de dos recámaras, casi sin muebles, pero todo estaba impecable. Cerca de la puerta, en el perchero, colgaba un chaleco naranja: el uniforme de trabajo de Fabián.

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