Después de darle la medicina a Álvaro, Luna se apresuró a consolar a Marcela, quien no podía dejar de llorar.
—Mamá, no llore, por favor. Si Álvaro supiera que usted pasa los días llorando, también le dolería mucho —dijo Luna, tomando la mano de su madre con suavidad.
Marcela volvió el rostro hacia Luna. Sus ojos estaban llenos de una esperanza dolorosa.
—Luna, dime, ¿crees que tu hermano algún día va a despertar?
—Sí, claro que sí —Luna asintió con fuerza, como si quisiera convencerse a sí misma—. Mamá, los doctores dijeron que mientras la familia no lo abandone y sigamos hablándole, algún milagro puede pasar.
Milagro.
Esa palabra retumbó en la mente de Marcela, despertando en su mirada una mezcla de emociones difíciles de describir.
Ella pensaba: si fuera tan fácil que ocurriera un milagro, entonces no se llamaría así.
Durante todos estos años buscando la recuperación de su hijo, Marcela había recurrido a los mejores médicos, incluso trajo equipos médicos internacionales a la ciudad. Había probado todo lo posible.
Pero...
Al recordar eso, sus ojos se llenaron de lágrimas una vez más.
A su edad, cada vez se sentía más débil y no sabía si viviría lo suficiente para ver a su querida nieta regresar a casa.
Luna suspiró.
—Mamá, si hubiera sabido, ese día habría subido al carro con Álvaro, con Valentina y los demás. Tal vez si yo iba, nada de esto habría pasado... Preferiría haber muerto yo misma antes que ver a Álvaro así, sin poder moverse, tirado en una cama...
—Todo es culpa mía, mamá... Lo que le pasó a Álvaro fue por mi culpa...
Al final, Luna rompió en llanto, sin poder contener el dolor.
Era cierto.
Aquel año, Álvaro, su esposa y su hija iban en el carro de regreso a la casa de campo para la ceremonia familiar. Luna y Enrique Garza, su esposo, también estaban ahí, pero ese día, por un imprevisto, no subieron al mismo carro.
Justo por no haber subido juntos, Luna y Enrique se salvaron del accidente.
Al ver que su hija cargaba con toda la culpa, Marcela la abrazó con fuerza y, con la voz ronca, le susurró:
—Luna, esto es el destino de tu hermano, no puedes culparte así. No pienses de esa forma... Ahora que tu hermano está en cama, tú eres lo único que me queda...
—Mamá —replicó Luna, apretando a Marcela entre sus brazos—, le prometo que voy a encontrar a Ami. Se lo juro.
—Bien —asintió Marcela, secándose las lágrimas—. Yo confío en ti. Vamos a encontrar a Ami. No me cabe duda.
Madre e hija se abrazaron y lloraron juntas, descargando la pena acumulada durante años.
Pasó un buen rato antes de que Marcela lograra calmarse. Levantó la mirada y le dijo a Luna:
—Luna, ve a hacer tus cosas, hija. Quiero quedarme un rato a solas con tu hermano.
—Claro, mamá —respondió Luna, asintiendo antes de salir del cuarto.
Marcela tomó una toalla y empezó a limpiar el sudor del rostro de Álvaro, mientras murmuraba:

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