Pero ella no tenía ninguna hija.
Como le gritaba la abuela Barragán: una persona como ella merecía estar sola toda la vida.
No merecía tener hijos.
***
Mareterra.
Álvaro voló a Monte Leroux para ver a la mujer que había sufrido quemaduras.
Con solo una mirada, supo que no era Valentina.
Decepcionado, negó con la cabeza.
—No es mi esposa.
El personal del centro de acogida, al ver que lo confirmaba sin siquiera preguntar, insistió:
—Presidente Solano, la paciente sufrió un trauma por el incendio. No solo su rostro está desfigurado, sino que su capacidad intelectual se ha reducido a la de una niña de tres años. ¿Está seguro de que no necesita verificarlo mejor?
—Estoy seguro de que no es ella —respondió Álvaro—. Sin embargo, me haré cargo de todos los gastos médicos de esta señora hasta que se recupere.
—Gracias, presidente Solano.
Al salir del centro, Álvaro miró al sol, sus ojos llenos de tristeza.
«Valentina, ¿dónde estás?».
¿Por qué?
¿Por qué, después de buscar en tantos lugares, seguía sin encontrarla?
¿La volvería a ver alguna vez?
Una lágrima ardiente rodó por su mejilla.
Esa misma tarde, Álvaro tomó un vuelo de regreso a Villa Regia.
***
Mientras tanto, en el País del Norte.
Durante tres días seguidos, Valentina tomó la medicación que Tina le daba.
Aunque su rostro seguía pálido, sentía una ligereza notable en su cuerpo, como si le hubieran quitado un peso de encima.
Pero por la noche, volvió a tener la misma pesadilla.
Un accidente de carro.
Y luego, el llanto de un bebé.
Un llanto que resonaba una y otra vez, oprimiéndole el corazón.
—¡Ami! ¡Ami! —Valentina despertó de golpe, empapada en sudor.
Ya había amanecido.
Un rayo de sol entraba por la ventana.
Valentina apartó las sábanas, se levantó y fue al escritorio. Tomó una pluma y escribió unas letras.
Ami.
Al mirar el nombre en el papel, sus ojos se enrojecieron al instante.
*Plic.*

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