Vanesa ya no quería gastar ni una palabra más con Raimundo.
Se giró para marcharse, pero de pronto Raimundo soltó:
—Está bien, la verdad es que necesitas descansar. Ahora vamos a estar ocupados con lo de la colaboración con la familia Galindo. En eso no puedes ayudar mucho, al final todo recaerá en Rosi.
Vanesa se detuvo, el pie en el aire.
—Sí, presidente Ávalos, tiene razón —respondió con un tono sarcástico—. La señorita Ávalos sí que es impresionante, hasta logró conectar con la familia Galindo.
—Por supuesto —replicó Raimundo, su voz tiesa y forzada.
El motivo por el que había mencionado el asunto de los Galindo era simplemente para incomodar a Vanesa.
¡Ni siquiera quería volver a casa y ahora hasta se atrevía a renunciar!
Tenía que dejarle claro que, en el fondo, su presencia no era tan indispensable.
Todavía estaba a tiempo de arrepentirse, si así lo quería.
Pero… ¿por qué el tono de Vanesa sonaba tan raro?
—Entonces, presidente Ávalos, no se le vaya a escapar la señorita Ávalos —Vanesa se volvió y le dedicó una sonrisa ligera—. Ella sí puede serle de mucha ayuda.
Dicho esto, no le dio oportunidad de responder.
Se giró y salió con paso decidido.
Raimundo se quedó mirando su figura alejarse, una sensación de vacío se le instaló en el pecho, inédita y desconcertante.
Era como si, con esa marcha, Vanesa no fuera a volver nunca más.
Eso no podía ser.
Seguro que solo quería tomarse un tiempo para descansar y por eso le dejó la carta de renuncia, nada más para asustarlo.
No creía que, de verdad, pudiera dejarlo.
Aunque se repitiera eso, Raimundo sentía la cabeza hecha un lío.
Regresó al cuarto de descanso y notó que Rosa tenía una expresión extraña.
Pero no tenía ánimo para averiguar qué le pasaba; se sentó al borde de la cama, con la imagen de Vanesa marchándose clavada en la mente.
Rosa, en vez de acercarse de inmediato como solía, se quedó callada unos segundos antes de llamarlo:
—Rai.
Ese simple llamado lo hizo volver en sí.

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