—Mamá, no lo consienta tanto, va a terminar poniendo de malas a Begoña —soltó Mariano al entrar por la puerta.
En cuanto Begoña vio a Mariano y a su madre, giró la cara con fastidio, sin ocultar su disgusto.
Pero Mariano se le acercó de todos modos y, antes de que pudiera esquivarlo, le tocó la frente con suavidad, como si buscara alguna señal de fiebre.
Al comprobar que no tenía temperatura, Mariano suspiró aliviado.
Catalina, observando la escena de cariño entre los dos, bajó la mirada hacia su nieto. Por un instante, recordó la llamada del mayordomo. Quizá todo había sido un malentendido.
En realidad, ella no había visto a Begoña salir de la oficina. El desorden en la habitación seguro era cosa de alguna empleada distraída.
Resuelta, comenzó a sermonear con tono firme:
—Agustín, ¿cómo es posible que le digas “mamá” a Rosario? La única mamá que tienes es Begoña. Para traerte a este mundo, tu mamá se desveló y sufrió, y cada vez que llueve le duelen los huesos. ¿Cómo te atreves a herir su corazón de esa manera?
—Nadie tiene derecho a lastimar a tu mamá, Agustín. Si Rosario te enseñó a decir cosas que no debes, se tiene que ir.
Los ojos de Agustín se llenaron de lágrimas, viéndose más indefenso que nunca.
En el fondo, pensaba que él nunca le pidió a su mamá que lo tuviera; ella misma lo decidió. ¿Por qué tenía que cargar con la culpa de su sufrimiento?
Pero, enfrentando las miradas duras de su abuela y su papá, no se atrevió a contestar nada.
Catalina se dirigió a Begoña con decisión:
—Bego, no te preocupes. Aunque Rosario sea una pariente lejana de la familia, si le está llenando la cabeza de tonterías a Agustín, yo misma me encargaré de que se vaya. No merece quedarse ni un día más.
Begoña miró a Catalina y, en ese momento, se dio cuenta de que la razón por la que quería despedir a Rosario no era porque supiera de la infidelidad de Mariano, sino por lo que había pasado esa mañana en el kínder.
Si Catalina se ponía así de mal solo por esto, ¿qué haría si supiera la verdad?
De pronto, Agustín se arrodilló frente a Begoña y le tomó las manos con desesperación.
—Mamá, por favor, no dejes que la abuela saque a la señorita Rosario.
—Faltan treinta días para mi cumpleaños. ¿No me has estado preguntando qué quiero de regalo este año?
—No quiero nada. Solo quiero que la señorita Rosario esté conmigo siempre.
—Mamá, no puedes romper tu promesa.
Begoña lo miró. Detrás de la súplica en su cara infantil, se notaba un aire de arrogancia.
Aunque Rosario lo estuviera manipulando, él eligió no mostrarle respeto. Si un día descubría la verdad, tendría que asumir las consecuencias.
aun así, decidió darle una última oportunidad.
—Agustín, ¿de verdad ese es el regalo que más quieres para tu cumpleaños?
—Sí —afirmó con la cabeza.
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