Almudena volvió a sonrojarse, bajando la mirada y jugueteando con las manos.
—Pues… él venía seguido a nuestra tienda. Decía que quería comprar joyas para regalar y siempre insistía en que yo me las probara para ver cómo lucían. De tanto ir y venir… terminó diciéndome que le gustaba...
Su voz se fue apagando hasta convertirse en un murmullo apenas audible, casi como el zumbido de un mosquito.
—¿Y qué tipo de joyas compraba? —preguntó Nerea, con curiosidad.
—Pues, aretes, collares… de esos que tenemos siempre en la tienda. Prácticamente todos los modelos básicos ya los ha comprado.
Nerea asintió, pensativa.
—Pero esas cosas solo las usan las mujeres, ¿no crees que tal vez las compró para otra?
De pronto, la mano de Almudena se detuvo bruscamente en pleno ajuste del arete y el gancho jaló la oreja de Nerea con tal fuerza que le dolió.
—¡Ay! —soltó Nerea, llevándose la mano a la oreja.
Sintió algo húmedo al tocarse el lóbulo y, al ver los dedos, notó que estaba sangrando.
—¡Ay, perdón, perdón, señorita Nerea! ¡No fue mi intención…! —Almudena, muy nerviosa, sacó unas servilletas para limpiarla.
—¿Qué te pasa? ¡Ten más cuidado! —le reclamó Nerea, molesta.
De repente, una fuerza inesperada empujó a Almudena hacia un costado. Tropezó y terminó recargada sobre el mostrador, haciendo un ruido fuerte y seco al golpearse.
Antes de que Nerea pudiera reaccionar, sintió una respiración cálida rozándole el cuello.
En ese instante, alguien tocó su lóbulo herido con delicadeza.
—¿Estás bien? —escuchó una voz familiar.
Al voltear, frunció el entrecejo.
—¿Por qué me seguiste, Roberto?
La expresión de Roberto era tensa, los labios apretados. Señaló el lóbulo sangrante de Nerea con un gesto de la barbilla.
—¿No que solo venías a ver el espectáculo? Vaya manera de entretenerte, ¿eh? Hasta te costó una oreja.
Nerea, aún molesta, sacó unas servilletas de su bolso y limpió la sangre que manchaba su oreja. El papel blanco se tiñó de rojo rápidamente, dejando claro que la herida no era poca cosa.
Almudena, al borde de las lágrimas, se disculpó de nuevo.
—Se lo juro, señor, fue sin querer. Yo misma iré a comprar alcohol y algodones para desinfectar a la señora.
—No hace falta —interrumpió Roberto, cortante—. Yo la llevo al hospital.
Sin darle opción, tomó a Nerea del brazo y la jaló hacia la salida.
—Vámonos. Si te esperas, esa herida se te va a infectar.
En el camino, Nerea sintió que no llegaba a acomodarse en el asiento. Roberto manejaba el carro como si estuviera compitiendo en una carrera.
—Licenciado Roberto, el día que quieras dejar la abogacía, podrías dedicarte a las carreras —le soltó Nerea, intentando relajar el ambiente.
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