El "señor" del que hablaba el asistente era el padre biológico de Mariana, José Albarracín.
—¿Qué? —En ese instante, el rostro de don Albarracín se puso pálido—. ¿Ahora por qué fue?
Por la forma en que lo dijo, quedaba claro que no era la primera vez que José Albarracín acababa metido en problemas.
El asistente continuó:
—Dicen que se metió con los Duro.
¿Los Duro?
Don Albarracín frunció el ceño.
—¿Y ahora cómo volvió a enredarse con esa familia?
Ese hijo suyo no perdía oportunidad para meterlo en líos.
Ya pasaba de los cuarenta, pero seguía siendo un desastre, confiado en la reputación de los Albarracín en Capital Nube, y se creía con derecho a todo.
—Escuché que tiene que ver con la nueva esposa de Liam Duro —explicó el asistente.
—¿La nueva esposa? —Don Albarracín volteó a mirarlo, intrigado—. ¿Liam se volvió a casar?
—Sí —asintió el asistente—. Parece que la nueva señora era una vieja conocida del señor, y… bueno, él fue y trató de llevársela, acabó golpeando al patriarca de los Duro…
—¡Maldito irresponsable! —Don Albarracín agarró la taza de la mesa y la lanzó al suelo.
¡Crash!
La taza se rompió en mil pedazos.
Sin perder tiempo, don Albarracín miró al mayordomo.
—¡Llama ahora mismo al jefe Navarro!
—Sí, señor —respondió el mayordomo, tomando el teléfono y marcando al instante.
Enseguida la llamada entró, y el mayordomo le pasó el móvil a don Albarracín.
—Señor, ya está en línea.
Don Albarracín tomó el teléfono, y enseguida forzó una sonrisa.
—Hola, jefe Navarro, ¿cómo está?
Nadie supo qué le dijeron al otro lado, pero la sonrisa de don Albarracín se desvaneció de golpe y colgó el teléfono.
—¿Y qué le dijo el jefe Navarro? —preguntó el mayordomo, preocupado.
Don Albarracín seguía frunciendo el ceño, como si no acabara de procesar lo escuchado. Antes, el jefe Navarro siempre le había hablado con respeto, pero esta vez le soltó una amenaza directa: nadie podría salvar a José Albarracín esta vez.
¿Qué demonios estaba pasando?
Don Albarracín se veía cada vez más pálido.
El mayordomo, viendo el estado de su patrón, intuyó que la cosa estaba fea y trató de calmarlo.
Antes, en esas ocasiones, era Vicente quien resolvía todo.
¿Pero ahora? ¿Vicente todavía querría ayudarles?
—Abuelo, no se preocupe. Yo sé lo que tengo que hacer —le dijo Mariana a don Albarracín.
Don Albarracín la miró y asintió.
—Ya hice correr la voz. Si vas a actuar, hazlo bien. Nada de medias tintas.
—Lo tengo claro —respondió Mariana.
Esta vez no pensaba desaprovechar la oportunidad.
—Cuando todo esté arreglado, vuelve a Capital Nube con Vicente —agregó don Albarracín.
Él tenía el presentimiento de que solo Vicente podría sacar adelante este lío.
—De acuerdo —dijo Mariana, aunque llevaba tanto tiempo sin comer que estaba pálida, a punto de desmayarse.
Tras dejar todas las instrucciones, don Albarracín partió rumbo a Capital Nube.
Poco después, la noticia de que Mariana estaba en huelga de hambre llegó a oídos de Vicente.
—Jefe, ¿qué quiere que hagamos? —preguntó el asistente.
—¿Que no se quiere morir? Pues facilítenle el camino —respondió Vicente, con frialdad.

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