Don Mar sonrió mientras decía:
—Este té de jazmín todavía es el que trajeron tus papás la última vez. Sue sí que tiene suerte, aunque su familia de sangre no sea la mejor, ustedes los Lozano la han recibido sin dudarlo ni un segundo.
—Abuelo —Adam dejó la taza sobre la mesa y continuó—: Sue y yo somos uno solo, no diga eso, por favor, su casa es mi casa y mis padres son sus padres.
Don Mar miró a Adam con una expresión llena de ternura y satisfacción.
El ejemplo arrastra más que las palabras, pensó. Rodrigo y Sofía siempre habían sido personas de gran corazón, y Adam no era la excepción.
Don Mar prosiguió con voz calmada:
—Adam, mira, ya estoy viejo y uno nunca sabe qué llega primero, si el día de mañana o alguna sorpresa desagradable. Mi único deseo ahora es ver a Sue y al bebé bien, que los tres sean felices. Vi crecer a Sue, es una muchacha tranquila, aunque de vez en cuando saque su genio, pero espero que la sepas comprender y apoyar siempre.
Al decir esto, los ojos de don Mar se pusieron rojos y la voz le tembló:
—Sue no es como las demás. Cuando yo me vaya, ella se va a quedar sola, sin familia de sangre que la respalde.
Eso era lo que más le preocupaba a don Mar.
Cuando una hija se sentía dolida en la familia política, lo primero que buscaba era el apoyo de la suya. Pero Sue no tenía a quién acudir. Con unos padres así, era como si no tuviera ninguno.
A su edad, don Mar ya pensaba en lo que pasaría cuando él faltara. No tenía muchos pendientes, salvo Sue.
—Todo fue culpa mía, por no saber criar a mis hijos —dijo, limpiándose una lágrima. —Los hijos nacen como hojas en blanco, y los padres deciden qué pintar en ellas. Yo me la pasé fuera de casa cuando era joven, y cuando me di cuenta, ya era tarde para corregirlos.
Durante años, don Mar había vivido con ese arrepentimiento, lamentando no haber estado a la altura de su papel como padre. Pero ya de viejo, de poco servía arrepentirse.
—Abuelo, no se culpe más —dijo Adam con firmeza. —Usted ha hecho todo lo que ha podido. Yo soy el apoyo de Sue y nunca dejaré que sufra ningún maltrato.
Don Mar levantó la mirada hacia Adam, entre lágrimas y sonrisas:
—Adam, confío en ti.
…
El tiempo pasó rápido.
En un abrir y cerrar de ojos, ya habían pasado diez días.
Era diecisiete.
Adam y Sue llegaron puntuales a casa.
Sofía, que llevaba días preocupada sin ver a Sue, apenas la vio se acercó rápido y le preguntó:
Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: La Heredera del Poder