Para Ríos, pasar de ser un médico jefe a ser relegado al área de mantenimiento del hospital era una humillación que lo quemaba por dentro.
¡Un hombre puede soportar cualquier cosa, menos la vergüenza!
—No se preocupe, director, mañana ya no volveré a poner un pie en este hospital —dijo Ríos, con la voz firme.
Tenía claro que se iría de ahí.
El director Huerta lo miró por un instante antes de hablar:
—Cometer errores no es lo peor, lo peor es no saber reconocerlos y cambiar.
Hizo una pausa, suspiró, y preguntó:
—¿Ya pensaste a dónde vas a ir? Si te quedas en mantenimiento, al menos seguirías siendo jefe ahí. Quizás no sea tan glamoroso como ser médico jefe, pero sigue siendo mucho mejor que cualquier trabajo de oficina común.
—Donde sea, da igual si no puedo volver a usar el bisturí —respondió Ríos.
El director Huerta se llevó una mano a la sien, agotado.
—¿Estás seguro? —insistió.
—Sí, lo tengo claro —afirmó Ríos, y añadió—: Director Huerta, sé que todo esto lo hace por mi bien, pero la verdad es que ya no tengo cara para volver a este hospital.
El director soltó un suspiro resignado.
—Mientras lo hayas pensado bien…
—Entonces, me retiro —dijo Ríos.
—Está bien —asintió el director.
Ríos se dio la vuelta y salió.
Apenas giró la esquina, sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas, a punto de desbordarse. Era el lugar donde había trabajado por más de veinte años.
Ahora tenía que irse, y encima de esta manera, derrotado.
En ese momento, Gabriela apareció al fondo del pasillo, con su mascarilla puesta.
Instintivamente, Ríos se dio media vuelta.
No. No podía dejar que Gabriela lo viera así, tan destrozado.
Pero ya era tarde. Gabriela ya lo había visto.
Seguramente se detendría para burlarse, para tirarle alguna indirecta. Después de todo, él había sido el que había fallado.
Debía aguantarse. Aguantar y dejar que todo pasara.
No importaba lo que Gabriela dijera, él debía resistirlo.
Pensando en eso, apretó los puños con tal fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.
Pero las cosas no salieron como Ríos imaginaba.
Gabriela no se detuvo, ni le lanzó ningún comentario hiriente. Solo pasó de largo, como siempre había hecho.
Para ella, Ríos seguía siendo Ríos. Un error en una cirugía no era motivo para destruir a alguien.
—Por supuesto —respondió el doctor, siguiéndola.
Enseguida llegaron al cuarto de Bianca.
Bianca ya estaba despierta. Marina le daba agua.
Al ver a Gabriela, Marina se levantó de inmediato para agradecerle:
—¡Señorita Yllescas! Pase, pase, por favor, siéntese. De verdad, usted es la salvadora de mi familia.
Ya no había rastro de la hostilidad de antes en la cara de Marina; ahora solo había gratitud.
Si no fuera por Gabriela, Bianca no habría sobrevivido a la mala praxis de Ríos.
—Señorita Yllescas, usted es como un ángel. Si no fuera por usted, ¿qué sería de mi hija? Ese Ríos es un criminal, por su culpa mi Bianca sufrió tanto —dijo Marina, aún indignada.
Gabriela no le prestó atención. Se acercó a la cama de Bianca y le preguntó en voz baja:
—¿Cómo te sientes, Bianca?
Bianca, pálida, murmuró:
—Bien, gracias… gracias, señorita Yllescas.
—Cualquier cosa, si te sientes mal, llama de inmediato al doctor —le dijo Gabriela.
—Sí —respondió Bianca, mirando a Gabriela con ojos húmedos. —Gracias, de verdad… muchas gracias.

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