Eduardo estaba de camino a encontrarse con la familia Olivera cuando de repente todo cambió.
Apenas había puesto un pie en las escaleras cuando el broche de Mónica brilló de manera inesperada.
En un abrir y cerrar de ojos, Eduardo pisó en falso y cayó rodando por las escaleras.
Doce escalones de pura desgracia y terminó en el suelo, desmayado.
Elvira, su esposa, lanzó un grito desgarrador mientras lo levantaba con desesperación. Sin perder tiempo, le pidió a su hija que llamara a emergencias.
—¡Rápido, rápido! ¡Llévenlo al hospital!
La ambulancia llegó al fraccionamiento con sirenas a todo volumen justo cuando el mayordomo, desde otra entrada, vio a Aurora.
Se acomodó la corbata con aires de superioridad y se acercó con altanería.
—Aurora, Aurora, ¿no que muy digna? ¿Qué haces todavía aquí? —le espetó con desdén—. Este fraccionamiento te queda grande. ¡Lárgate ya, o haré que los de seguridad te echen!
La familia Narváez parecía no tener fin en su persistencia.
Aurora lo miró de reojo, lista para responder, pero en ese momento vio a Simón acercándose por la vereda del fraccionamiento.
—¡Hermana, por fin te encuentro!
Había llegado corriendo, y quién sabe dónde había dejado el helicóptero. A pesar de la carrera, no parecía estar exhausto. Con sus largas piernas, se movía con agilidad sin perder el aliento.
El mayordomo, al enterarse de que Simón era el hermano de Aurora, lo miró con aún más desprecio.
Lo evaluó con desdén. Simón era apuesto, pero vestía de manera informal, con una chaqueta de estilo punk y jeans, sin ninguna marca visible. Parecía ropa barata de algún mercado rural, y el mayordomo calculó que el conjunto no valía ni cien pesos.
Sin embargo, Aurora reconoció el pequeño detalle en el cuello de la prenda, un logotipo casi invisible que solo se veía bajo la luz del sol. Era de una marca italiana selecta, diseñada por un creador cuyos trabajos son prácticamente inalcanzables, cada pieza más costosa que una casa en esa zona.
Simón, quien siempre había vivido rodeado de lujo, no estaba acostumbrado al menosprecio. Aun así, mantenía una sonrisa amable mientras sacaba un sobre del bolsillo y se lo ofrecía al mayordomo.
—Gracias por cuidar de mi hermana. Esto es un pequeño obsequio.
¿Un obsequio? El mayordomo apenas pudo contener la risa al echar un vistazo al sobre.
“Pobres campesinos, haciendo alarde de regalos que apenas pueden costear”, pensó.
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