Minah luchaba con todas sus fuerzas, tratando de zafarse de las garras implacables de su hermana.
Pero Elara era un torbellino de furia, una fuerza de la naturaleza imparable, y cada segundo que Minah resistía sentía que su vida se desvanecía poco a poco.
Sus músculos ardían, el aire le faltaba y la oscuridad comenzaba a envolver su visión.
Pensó, con un pavor helado, que estaba a punto de morir entre aquellas manos que alguna vez conoció como suaves.
Entonces, la puerta se abrió de golpe, estremeciendo el cuarto con su estrépito.
Rael, el Alfa, apareció en el umbral.
Sus ojos, fieros y llenos de autoridad, recorrieron la escena con rapidez. Sin dudarlo, se lanzó hacia Elara y apartó con una fuerza que hizo crujir los huesos a Minah, liberándola por fin de ese tormento. La tomó en sus brazos, sus manos firmes y protectoras, mientras Minah, temblorosa y débil, se aferraba el Alfa.
—¡Elara! —exclamó Rael, su voz vibrando con furia contenida—. ¡Casi matas a tu propia hermana!
Elara, sus ojos brillando con un fuego oscuro, le lanzó una sonrisa amarga, casi una mueca de desafío.
—Eso es lo que quiero —dijo con voz quebrada pero firme—. ¡Matarlos a los dos! A ti y a Minah.
El aire se volvió pesado. Rael dio un paso adelante, la tensión era tan palpable que parecía quemar la piel.
Con una rapidez devastadora, la abofeteó con una fuerza que resonó en todo el cuarto.
El golpe fue seco, implacable. Elara rio, un sonido cortante y loco, pero el hilo de sangre que escapó de su boca era la prueba del dolor que acababa de recibir.
Las lágrimas comenzaron a deslizarse por su rostro, confundiendo el rencor con el sufrimiento más profundo.
—¡Yo nunca seré tu luna, Rael! —gritó, con una voz que dolía y desgarraba—. ¡Yo, Elara, te rechazo! ¡Te rechazo a ti, Alfa Rael!
Rael la miró con una mezcla de ira, decepción y desesperación.
—¡Cállate! —ordenó, con voz autoritaria, una tormenta que no admitía réplica.
Dejó a Minah a un lado.
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