Afuera, la tensión era palpable.
Las luces de la sala de reunión brillaban con fuerza, pero el ambiente estaba cargado. Algunos miembros de la manada caminaban de un lado a otro, nerviosos, otros discutían en voz baja. Luna Sia, con el ceño fruncido y los brazos cruzados, no podía contener su frustración.
—¿Qué vamos a hacer? —exclamó finalmente, alzando la voz. Su tono era agudo, autoritario, lleno de rabia contenida.
Alfa Rael se mantenía de pie, observando por una de las ventanas que daba hacia el bosque. Respiró hondo, como si intentara encontrar la calma en medio del caos que amenazaba con resquebrajar la unidad de la manada Granate.
—Sé que puedo convencerla —dijo con firmeza, sin apartar la vista del exterior.
—¡Entonces ordénaselo! —bramó Luna Sia, perdiendo la compostura—. ¡Dale la orden como Alfa! Ella debe obedecer, lo exige la tradición.
Rael giró lentamente la cabeza y la fulminó con la mirada.
—¡Basta, madre! —espetó con un tono que no admitía réplica—. Lo haré a mi manera. No quiero que Elara nos odie más de lo que ya lo hace… Si la obligo, si la fuerzo a obedecer, solo aumentará su rencor. Y ese rencor… podría costarnos más de lo que imaginas. La manada ya está dividida. Si Elara nos rechaza del todo… eso podría romper lazos que aún no terminan de sanar.
Luna Sia apretó los labios, herida en su orgullo. Pero no respondió. Sabía que Rael tenía razón. Y eso dolía más que si hubiera estado equivocado.
Minah, hasta ese momento en silencio, comenzó a sollozar. Sus ojos estaban rojos, su expresión deshecha.
—¡No quiero que mi hermana me odie! —dijo entre lágrimas—. No la reconozco… No sé qué siente. Antes me abrazaba cada noche, ahora apenas me mira…
Rael se acercó a ella y la envolvió en un abrazo cálido y protector. Le acarició la cabeza con ternura, como un padre más que como Alfa.
—Tranquila, cariño… —susurró—. Elara no te odia. No es capaz de eso. Solo está herida, confundida… y con miedo. Mañana hablaré con ella, pero hoy… hoy necesita descansar. Deja que su alma respire. A veces, lo que más cura… es el silencio.
***
Esa noche, Elara cayó rendida sin darse cuenta.
El peso en su pecho era tanto que apenas podía respirar. La mente le daba vueltas, y el cuerpo, agotado por la contención de emociones, se dejó llevar. Pero su sueño no fue un descanso.
Fue un llamado.
Se encontró en un bosque extraño.
No era como los que conocían cerca de la manada. No había bruma ni oscuridad. Todo estaba iluminado por la Luna llena, que pendía sobre el claro como un faro de pureza. El suelo era suave, húmedo, cubierto de musgo plateado. Todo era sereno… y al mismo tiempo, inquietante.
Y entonces lo escuchó.
Un aullido.
Fuerte. Profundo. Ancestral.
Elara giró sobre sí misma, buscando su origen. La vio.
Una loba.
Pero no era cualquiera.
Tenía el pelaje dorado como el sol de verano. Sus ojos eran de un celeste imposible. Luminosos.
Eternos.
Elara se quedó sin aliento. Sus rodillas flaquearon y cayó al suelo, sin poder contener las lágrimas que brotaron sin permiso.
—¿Eres tú? —susurró, con la voz quebrada—. ¿Eres… mi loba?
La criatura la observaba en silencio. Luego comenzó a caminar hacia ella, lenta pero firme. Su presencia imponía. Era majestuosa. Poderosa.
Cuando estuvo lo bastante cerca, abrió su hocico y su voz no fue un gruñido ni un rugido… fue lenguaje. Claro. Profundo. Espiritual.
—Despierta, Elara. Debes liberarte.
No eres cualquier loba. Escucha a la Diosa Luna.
Eres tormenta. Eres fuerza. Eres digna.
Destrúyelos.
Otro aullido se alzó, más feroz que el primero, y todo se iluminó en un destello blanco.
Elara se despertó de golpe, jadeando. El sudor le empapaba el cuello, su pecho subía y bajaba con rapidez. Miró a su alrededor, confundida, con el eco de esa voz aun resonando en su interior.
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