Arturo caminaba por los pasillos de la empresa como si trajera una nube negra sobre la cabeza; su mirada era tan filosa que cualquiera sentía el aire volverse más pesado a su alrededor. A cada paso, la atmósfera se volvía tensa, como si una tormenta estuviera a punto de desatarse.
No prestó atención a los murmullos del grupo de mujeres del área de secretaría. Con el ceño fruncido, salió de la oficina sin mirar atrás, dejando tras de sí una estela de incomodidad, como si fuera una estatua de hielo andante, incapaz de mostrar un solo gesto de emoción.
En cuanto la puerta se cerró tras él, las mujeres exhalaron aliviadas, con las manos juntas en gesto de agradecimiento.
—Gracias a Dios, qué bueno que el señor Arturo no nos escuchó.
...
El ambiente cambió por completo en la suite privada del club, en el último piso.
Arturo se encontraba en el centro, hundido en un sillón de piel negra. No decía ni una palabra, sólo bebía, con una expresión tan dura que hasta el más valiente dudaría antes de acercarse.
Darío y Matías Sandoval se miraron, intercambiando una mirada a medias entre preocupación y desconcierto. Algo iba mal; esa vibra les recordaba a la noche de hace cuatro años, justo cuando Elvira se marchó del país.
Matías, dos años mayor que Arturo, era su primo y también uno de sus mejores amigos. Él decidió romper el silencio:
—¿Y ahora qué pasó? —preguntó, acomodándose los lentes y dejando ver la preocupación en sus ojos.
Arturo, como si no hubiera escuchado nada, siguió llenando su vaso y se lo tomó de un solo trago, manteniendo una actitud tan distante que parecía que había levantado un muro invisible a su alrededor.
—Si sigues así, te vas a acabar el hígado —comentó Darío, el más joven de los tres.
—Si traes problemas, dilo. Nomás te haces daño empinando la botella —agregó, atreviéndose a arrebatarle el vaso a Arturo.
La mirada que le lanzó Arturo podría haber cortado el aire.
—Suelta el vaso.
—Hermano, es por tu bien.
—¿Todavía te interesa el terreno en el Distrito Aurora del Sur? —soltó Arturo, con voz dura.
En ese instante, Darío se puso nervioso. Buscó apoyo en Matías, con una mirada que gritaba “ayúdame”.
—Matías, ahora sí me dejaste en medio del fuego. ¿No piensas decir nada?
Matías se frotó la frente, claramente fastidiado. Conocía de sobra el carácter de Arturo: terco como una mula y con un genio que cualquier cosa lo hacía explotar, y eso no había cambiado desde que eran niños.
—Ese terreno es clave, dale el vaso, déjalo que se desahogue. Cuando tenga suficiente, él mismo va a parar.
Darío sólo suspiró resignado.
Pero ahora Arturo se molestó más.
—¿O sea que para ustedes, no valgo ni lo que vale un terreno?
—Hermano, contigo no se puede —replicó Darío, levantando las manos.
Al ver que Arturo ya apretaba los puños, Matías intervino.
—Ya estuvo, cálmense los dos —dijo, bajando la pierna y revisando el reloj—. Ya es tarde. Si no pelearon, entonces le marco a tu esposa para que venga por ti.
Arturo lo detuvo.
—Déjalo, no hace falta.
Pero Matías ya tenía el celular en la mano.
—Nosotros tenemos otros pendientes, no te podemos llevar. Si Cintia viene por ti, nos quedamos tranquilos.
—Cuando salí, ya estaba dormida —dijo Arturo, intentando esconder su incomodidad mientras se servía otro trago.
—Eso no importa. Cintia siempre ha sido comprensiva. Si sabe que andas tomado, vendría aunque tuviera que cruzar el infierno.
Antes, Arturo habría estado seguro de eso. Pero hoy, dudaba.
Todos decían que él era terco, pero Cintia tampoco se quedaba atrás. Cuando se equivocaba, no lo admitía y hasta le colgaba el teléfono para empeorar las cosas.

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