En el aeropuerto, una chica salió por la puerta de llegadas. Llevaba puesto un cubrebocas y unas gafas oscuras, y sus audífonos colgaban relajados sobre su cuello. Su cabello largo caía libremente sobre los hombros, y sus piernas, pálidas y largas, atraían la atención de más de uno.
Algunos de los que pasaban se le quedaban viendo, convencidos de que se trataba de alguna celebridad.
Ella se detuvo y, con un gesto despreocupado, se acomodó las gafas.
—Señorita —la abordó un hombre de mediana edad, vestido con un traje impecable y la cabeza ligeramente inclinada en señal de respeto.
Vanesa Montemayor se quitó las gafas y las colgó en el cuello de su blusa. El lunar bajo uno de sus ojos brillaba, dándole un aire aún más atractivo.
—¿Ya regresaron mi papá y mi mamá?
—Sí, señorita.
Al escuchar la respuesta, Vanesa no mostró emoción alguna. Ni alegría ni nerviosismo; para ella, el regreso de sus padres era como el regreso de unos completos desconocidos.
—Claudio, no te olvides del resto de mi equipaje.
—Sí, en un rato lo haré llegar a su cuarto.
Vanesa asintió y, sin perder el tiempo, salió del aeropuerto. Claudio la seguía de cerca. Aunque su rostro no lo demostraba, por dentro sentía una especie de admiración por la tranquilidad de Vanesa.
Si a él le hubieran dicho, estando de viaje, que era un hijo cambiado al nacer, seguro que habría perdido la cabeza y habría reservado el primer vuelo de regreso. Pero, claro, si la otra familia fuera tan poderosa como los Montemayor, al menos sería un consuelo. Pero no, las cosas nunca son tan sencillas...
Con ese pensamiento, Claudio miró a Vanesa con cierta compasión. Pobrecita, seguro ni idea tiene de lo que le espera.
Vanesa, por su parte, notó esa mirada, pero no se molestó en decir nada. De hecho, no sentía preocupación ni dolor. Incluso había considerado seguir viajando un tiempo más por el extranjero, y no fue sino hasta que los Montemayor regresaron que decidió volver, y encima, sin prisas.
En la puerta del aeropuerto, un chofer ya tenía la puerta del carro abierta, esperándola. Vanesa, acostumbrada a este trato, subió, se puso los audífonos y se acomodó en el asiento. El carro arrancó y se dirigió directo a la mansión de la familia Montemayor.
Mientras veía el paisaje desfilar tras la ventana, su ánimo era tan sereno como el de un lago en calma. Cuando se enteró de que no era hija biológica de los Montemayor, sí se sorprendió, pero más que nada, sintió alivio.
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