A la mañana siguiente, Roxana y los tres niños desayunaron juntos. Estela se sentó junto a ella en silencio y permitió que los niños le dieran de comer; tenía la boca llena de manera tal que parecía una adorable ardilla. Roxana estaba muy conmovida al ver lo obediente que era, pero también sentía pena por ella. «Creo que anoche Ela quería hablar». Con eso en mente, miró a la niña con cariño.
—Ela, ¿quieres panecillos?
Estela asintió emocionada; la mujer tomó uno, pero no lo colocó en el plato de la niña.
—Si lo quieres, dímelo.
La niña parpadeó; estaba perpleja por lo que acababa de pedirle. Decepcionada, Roxana frunció el ceño.
—Si no hablas, puede que no comprenda qué quieres y, de ese modo, me preocuparé por no saber cómo cuidarte. Ela, ¿crees que puedas acostumbrarte a hablar? No te preocupes, te ayudaré. Podemos hacerlo poco a poco.
Al escucharla, los niños dejaron sus tenedores.
—¡Hagámoslo juntos! Nosotros también queremos oírla hablar.
Cuando la miraron emocionados, Estela miró a cada uno de ellos, apretó los puños e intentó hablar.
—Si…
Roxana y los niños se deleitaron con la voz suave y adorable y se les iluminaron los ojos por la sorpresa. «Solo estaba viendo si tenía suerte; no esperaba que hablara en verdad». A pesar de querer que dijera más palabras, Roxana sabía que debía ser paciente. Le acarició con cariño el cabello y dejó el panecillo en su plato.
La niña estaba extasiada al saber que también podía hablar y continuó emocionada incluso cuando Roxana los dejó en el jardín de infantes.
—Ela, hoy estás de muy buen humor, ¿no? —comentó Pilar al ver la hermosa sonrisa de la niña, quien asintió sonriente.
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