Luciano tenía un sueño ligero; cuando oyó unos susurros suaves, abrió los ojos y vio que la paciente que estaba en la cama ya se había despertado. Ella se llevó la palma a la frente; al parecer comprobaba su temperatura.
—¿Cómo se siente? ¿Todavía tiene mucha fiebre? —Él se levantó y se dirigió hacia la cama.
Roxana dejó de examinarse y luego se incorporó poco a poco.
—Ya me siento mucho mejor. Gracias y perdón por las molestias causadas esta noche —dijo en un tono cortés.
Al ver que se mostraba distante con él, se decepcionó. Sin embargo, enseguida ocultó su disgusto al recordar que ella se encontraba mal.
—No cenó hace un rato, ¿tiene hambre? —le preguntó en un tono afectuoso.
En cuanto mencionó eso, Roxana se dio cuenta de que tenía mucha hambre. Además de los pocos bocados que comió en el almuerzo, prácticamente no había comido nada en todo el día debido al poco apetito que la fiebre le provocó. Por otra parte, se resistía a deberle más favores, pero justo cuando estaba a punto de decirle que no, su estómago vacío rugió. En un instante, Roxana se sonrojó, entonces mantuvo la calma y respondió:
—No me apetece comer nada a estas horas.
Luciano frunció el ceño y se fue de la habitación de inmediato. Al oír que la puerta se cerraba, giró y se dio cuenta de que el hombre había desaparecido. Diez minutos más tarde, regresó con un tazón de avena bien caliente.
—No hay muchas opciones a estas horas. Solo pude prepararle esto con el microondas del hospital, espero que no le importe.
Roxana se quedó sorprendida por su accionar y, cuando volvió en sí, ya le había acomodado la cama y colocado la cena frente a ella.
—Gracias. —Se levantó y comió un bocado.
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