—¿¡Quién se atreve!?
La voz era de una anciana, fuerte y llena de autoridad, retumbando en el salón.
Todos los de la familia Orozco se levantaron de inmediato, inclinando la cabeza con respeto.
—Mamá.
Jimena entró despacio, vestida con un traje sastre impecable, apoyándose en el brazo de Gabriel Orozco. Sus pasos eran firmes, aunque las manos delataban el paso de los años.
Con una mirada serena, repasó a los presentes. Al llegar a Melisa, su expresión cambió; los ojos se suavizaron y la voz le tembló cuando extendió la mano.
—Melisa.
Melisa tomó la mano de la abuela con delicadeza.
—Abuela —respondió, con una cortesía y calidez que contrastaba por completo con la frialdad de antes hacia los demás Orozco.
Melisa siempre había sabido distinguir quién le ofrecía cariño genuino y quién solo fingía. Jimena era de las pocas en la familia que siempre la había tratado bien.
Desde pequeña, Melisa había crecido bajo el cuidado de su abuela, y entre ellas existía un lazo especial, imposible de romper.
El otro que la había tratado bien…
Melisa miró entonces a Gabriel. Su Gabriel. De niña, él la había protegido y consentido. No estaba tan segura de si todavía era el mismo de antes, pero algo en su mirada le hacía pensar que sí.
Gabriel se acercó, con una sonrisa traviesa.
—¿Qué onda, chaparrita? ¿Todavía te acuerdas de mí?
Melisa no pudo evitar sonreír.
—Gabriel.
——Ajá, eso me gusta —respondió él, con ese aire relajado que siempre lo caracterizaba—. La sangre llama, ¿ves? Qué bueno que te sigo cayendo bien, después de todo lo que hice por ti.
Sacó una pequeña caja de terciopelo del bolsillo y se la entregó a Melisa.
—Toma, es para ti. No te burles, ¿eh? Solo tenía diez mil pesos, me guardé mil para mis gastos y lo demás lo gasté en esta cadena. Cuando tenga más lana, te traigo una mejor, te lo juro.
Gabriel lanzó una mirada hacia Florencia, que sostenía otra cadena en las manos.
—Uy, ya se me olvidaba. Florencia también te trajo una cadena, ¿no? Según esto la diseñó la maestra Carolina. La mía seguro ni la va a poder igualar.
Isidora la consoló, dándole unas palmaditas.
—Ya sé, hija.
Luego, la voz de Isidora se volvió dura.
—Gabriel, ¿qué te pasa? Todo esto fue un malentendido. Además, Melisa siempre ha vivido en el pueblo, aunque le regales una joya de verdad, ¿tú crees que pueda lucirla como una señorita de sociedad?
Gabriel la miró de reojo y luego se dirigió a Melisa, ignorando el desdén.
—Ven, te la pongo yo mismo, para que mi mamá vea lo que es tener clase de verdad.
No esperó respuesta. Se acercó y, con manos seguras, le abrochó la cadena a Melisa.
Melisa vestía una chamarra de piel entallada, que no combinaba nada con la cadena. Sin embargo, a ella todo le quedaba bien. Cuando la joya colgó de su cuello, toda la sala se quedó en silencio; la diferencia era obvia.
La acción de Gabriel fue un golpe directo al orgullo de Isidora y Florencia.
Bruno, serio, alzó la voz.
—Gabriel, ya basta. Florencia se equivocó, está bien, pero al final del día es nuestra hermana. Creció con nosotros, y lo que estás haciendo solo la humilla más. ¿No crees que te estás pasando?

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