Afuera nevaba, y ni el fuego ni las mantas parecían capaces de hacer retroceder el frío que me calaba los huesos. Milo me sirvió más té, riendo por lo bajo cuando lo bebí como estaba, aunque me escaldara la lengua.
Dejar la cama me había demandado un esfuerzo titánico, y mis hermanos habían tenido que sostenerme los cinco pasos hasta el sillón frente al hogar, casi pegado al guardafuego.
Pero parecía que haber levantado mi cuerpo también había levantado la niebla pertinaz que me impedía pensar con claridad.
Me había sorprendido ver que nevaba, porque lo último que recordaba era encontrar a los cachorros de Alanis, en el bosque de su valle, en primavera. Y de pronto me descubría en el pabellón de caza de Vargrheim en pleno invierno.
Una pequeña multitud atestaba mi habitación cuando pregunté qué había ocurrido. Milo, Mora, Ragnar, Enyd. Todos rodeaban mi cama, y vi las miradas que intercambiaban al escuchar mi pregunta.
Entonces me habían ayudado a levantarme y Milo había despedido a todos para quedarse solo conmigo. No lo interrumpí mientras me explicaba que los parias me habían capturado, y había pasado cinco meses prisionero. Mi confusión y mi embotamiento se debían a que había cargado plata todo ese tiempo.
Aguardé a que terminara y lo miré directamente a los ojos.
—¿Dónde está Risa, hermano? —inquirí—. ¿Y dónde están mis hijos?
—Tu pequeña manada variopinta está en el Valle —sonrió—. Los seis: Malec, los huerfanitos y los hijos de Alanis. Todos a salvo y de excelente salud, enloqueciendo a su abuela y sus tías como corresponde.
Su abuela y sus tías, no su madre. Sostuve su mirada hasta que su sonrisa vaciló. Respiró hondo y contuvo su impulso de desviar la vista.
—Risa no está aquí —dijo con cautela.
—Eso salta a la vista —gruñí—. Basta de rodeos, Milo. Todos aseguran que llegará pronto, y apestan a mentiras. ¿Dónde está? ¿Acaso no sabe lo que me ocurrió?
—Claro que lo sabe, si fue ella la que te salvó la vida —replicó Milo—. Pero ignoramos dónde está.
Olisqueé el aire sin disimulo. Su esencia no se había alterado. Decía la verdad.
—¿A qué te refieres con que me salvó? ¿Y cómo es que no saben dónde está?
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