Luna romance Capítulo 5

—¿Qué? —exclamé impaciente—. ¿Qué ocurrió?

—Cuando Ragnar, Mendel y los muchachos retrocedieron, no lograron encontrarlos —respondió Milo—. Sospechaban que los habían atrapado o algo peor, pero eran pocos y les resultaba imposible acercarse al castillo, porque ya habían hecho salir a toda la guarnición humana y todas las amazonas y pálidos de la reina.

—La amiga de Ragnar llegó poco después, preguntando por ustedes. Juraba por Dios y todos los santos que les había abierto la puerta con sus propias manos y los había visto salir del castillo con sus propios ojos —terció Mora con un gruñido.

—Tuvieron que esperar a la noche siguiente para salir a investigar —agregó Milo—. Al parecer, el castillo era un caos después de las muertes y la fuga, y había patrullas de humanos y parias hasta debajo de los hongos. Palabras de Mendel, no mías.

—¿La amiga de Ragnar no volvió para averiguar qué nos había ocurrido?

—No se atrevía, y no la culpo —respondió Mora—. Se quedó escondida en su casa hasta que pasara el revuelo. Y tal vez acabe cruzando las montañas para refugiarse con nosotros.

—¿Y cómo diablos llegué aquí?

—La única forma que tú y Risa tenían de alejarse del castillo era siguiendo una franja de tierra floja muy estrecha, al borde de un acantilado de más de doscientos metros de profundidad —dijo Milo, sin molestarse por mi brusquedad—. Brenan, que no te va atrás en temerario, encontró la forma de bajar la pared del acantilado. Y te descubrió inconsciente una docena de metros más abajo, más colgando de milagro que caído en una roca inclinada. Estabas directamente debajo de la avenida de acceso al castillo, la que ustedes tenían que bordear para alcanzar el bosque.

La caída hacia la oscuridad en mis sueños. La caída que me despertaba constantemente, agitado y bañado en sudor. Tal como Ragnar anticipara, no era sólo un sueño sino un recuerdo. Pero no había rastros de Risa en él.

—Te encontraron solo —se anticipó Mora—. Cuando lograron sacarte de allí, los muchachos descendieron hasta el fondo del precipicio, pero no encontraron a Risa. No había huellas en la nieve, ni sangre, ni jirones de tela. Nada. Pasaron varios días más buscando y jamás hallaron rastros de ella.

Los miré alternativamente en el silencio que siguió, el ceño fruncido, un fuego horrible quemándome el pecho y las entrañas.

—¿Eso es todo? —los increpé—. ¿No la hallaron y ya, me trajeron de regreso? ¿¡La abandonaron a su suerte!?

Los dos hundieron la cabeza entre los hombros y me di cuenta que había usado la voz de mando. Por si me quedaban dudas que aún era Alfa. No que fuera a disculparme por hacerles sentir mi furia y mi angustia.

—Ya, Mael, nadie la ha abandonado —masculló Mora con la expresión contraída.

—Seguimos buscándola en este mismo momento —agregó Milo masajeándose las sienes—. No nosotros dos, por supuesto.

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